Samhain era una festividad especial entre los feéricos, pues marcaba el inicio de un nuevo año y, en consecuencia, algunas de las fiestas más salvajes y estrambóticas en Elter, tanto entre los feéricos mayores como entre los menores. En la Casa de la Sombra y la Niebla era doblemente especial, pues también era el cumpleaños de su heredero.
Keiran no estaba seguro a cerca de sus sentimientos con ese hecho. Haber nacido la noche de Samhain hacía que fuera fácil para todo el mundo recordar cuándo era su cumpleaños, pero también hacía que quedase eclipsado por las celebraciones del nuevo año feérico. Años más tarde no le daría mayor importancia, pero en aquella ocasión, en su decimoséptimo cumpleaños, lo molestaba. Ser el primogénito del Hijo Predilecto hacía que fuera complicado pasar desapercibido, pero Keiran quería más. Más atención, más miradas puestas en él. Se excusaba a sí mismo diciéndose que era una especie de entrenamiento para cuando llegase el día en el que él fuera el Hijo Predilecto en el que estarían puestas todas las miradas. Una manera de aprender a lidiar con la presión fría y afilada de decenas y centenares de pares de ojos sobre su espalda. No tenía nada que ver con el hecho de que en poco más de un mes se convertiría en hermano mayor y de que los cortesanos tendrían alguien más en quien fijar su venenosa atención.
Tampoco estaba relacionado con el hecho de que quisiera que su padre se fijase más en él. Ya lo hacía de sobra a su parecer, y nunca para nada bueno. Aquellos días Kendrick estaba especialmente irritable. El embarazo de Lea no estaba siendo fácil, siempre estaba cansada y apenas se alimentaba, pues había muy pocas comidas que le sentasen bien. Si del gobernante de la Casa hubiera dependido de verdad, no hubiera habido ningún tipo de celebración esa noche. Puede que algo pequeño y más familiar, pero desde luego nada que implicase a toda la villa palaciega y parte de la comunidad dannan. Sin embargo, había una imagen que mantener. Samhain era una de las celebraciones más esperadas, no solo por marcar el comienzo de un nuevo año, pues a los feéricos poco les importaba el paso del tiempo, sino por todo lo que la acompañaba.
Por aquel entonces, a Keiran todavía no se le daba bien controlar cuánto bebía. Su cuerpo cambiaba demasiado rápido y su poder evolucionaba casi cada día. Los ruidos dentro de las cabezas de quienes lo rodeaban, en el mejor de los días, no eran más que un murmullo amortiguado. En las últimas semanas, se había despertado en múltiples ocasiones en medio de la noche con los sueños y las pesadillas de los habitantes del palacio. Se deslizaba en su interior sin querer, pues su poder no descansaba ni siquiera cuando estaba dormido. El alcohol ayuda a mitigar las voces y los pensamientos ruidosos y mal disimulados. Cuanto más bebía, más se silenciaba todo a su alrededor y dentro de él. Todo, menos las sombras. Esas todavía no estaban a su alcance.
A pesar de lo embotada que estaba su cabeza, Keiran podía sentirlas mirándolo. Juzgando. Siempre juzgando. La oscuridad se curvaba en los bordes de su visión, en los recovecos donde la luz no llegaba y en el cielo encapotado sobre su cabeza, en el que apenas podían verse la luna y las estrellas. Al principio consiguió ignorarla, pero antes de que comenzase a amanecer, decidió retirarse. Su cuerpo no aguantaba más alcohol y el ruido de los feéricos, fae en su mayoría, comenzaba a resultarle más molesto que el de su cabeza.
Se encontraba en la villa, por lo que tenía su cama relativamente cerca, aunque no lo suficiente. De eso se dio cuenta en el momento en el que comenzó a alejarse de sus amigos; algunos seguirían siéndolo años más tarde, otros no eran más que relleno, chiquillos como él que solo estaban interesados en codearse con el primogénito de su gobernante. Sin embargo, cuando comenzó a subir las escaleras que llevaban al piso en el que se encontraban sus aposentos, tuvo la sensación de que estos nunca habían estado tan lejos.
Subía los escalones despacio, agarrado a la baranda. Los malditos diseños del mármol se movían, dificultándole averiguar dónde debía poner los pies. Iba con cuidado, o eso creía él. Cuando uno de sus pies se colocó en el borde de uno de los escalones y él apoyó el peso de su cuerpo, su cerebro no procesó a tiempo el error que había cometido.
Cayó hacia atrás. Sus ojos se abrieron mucho, consciente de lo que vendría a continuación. Un duro golpe contra un suelo todavía más duro. Rodaría por los escalones, puede que hasta se partiera algún hueso. Pero lo que más le dolería sería su orgullo juvenil. Sin embargo, el golpe no llegó.
Sintió el poder vibrar detrás de él, en su espalda, en sus piernas. Se quedó mirando el techo y la araña de cristal negro y azul sobre su cabeza, inmóvil. Porque no estaba cayendo. Se había quedado suspendido en el aire, sostenido por una nube de humo denso y negro. Dejó escapar una bocanada de aire mientras las sombras se movían y lo llevaban hasta el rellano. Se incorporó para bajarse de ellas, pero se detuvo cuando se encontró a su padre delante de él.
Kendrick no era especialmente ancho de hombros y su cuerpo no era tan fornido como el de los guerreros con los que Keiran entrenaba, pero no por ello su presencia era menos imponente. El Hijo Predilecto tenía una capacidad envidiable para llenar una estancia, y también el rellano de una escalera. Keiran podría haber pasado por su lado sin mayor problema, pero la manera en la que la oscuridad de sus ojos vibraba y se extendía más allá de su mirada lo hizo vacilar.
Su padre no dijo nada mientras lo analizaba de arriba abajo, pero tampoco era necesario. Keiran era consciente del aspecto que presentaba. No tenía ni la más remota idea de a dónde había ido a parar su chaqueta, la camisa azul que llevaba arremangada hasta los codos estaba abierta hasta la mitad de su pecho a pesar del frío; había perdido uno de los botones en algún momento de la noche, y ni siquiera estaba seguro de cómo. Puede que tuviera algo que ver con la marca de carmín oscuro que tenía en la mejilla. Su cabello negro estaba despeinado y caía ondulado sobre su frente. Sus ojos azules estaban velados por el alcohol y el cansancio, pero ahora brillaban febriles con el poder que emanaba de su padre.