Ruinas en las tinieblas (un cuento oscuro 0.6)

10

Los desfiles en la capital duraron largas e interminables horas, hasta que el firmamento empezó a estar surcado de renglones de color anaranjado y rojizo. Cuando regresó al palacio, acompañado por Rhiannon y Gawain, le dolían las mejillas después de estar horas con aquella sonrisa cruel y altanera curvando sus labios. Llegaron hasta la villa en uno de los transportes de ruedas salían de la ciudad con regularidad, un poco apretados en el reducido espacio de madera y hierro que se movía sobre raíles que atravesaban el bosque.

Cenaron en los aposentos de Keiran, un poco más grandes que los que compartía el matrimonio. El desfile en la villa, al que asistirían fae de la aristocracia en su mayoría, comenzaría cerca de la medianoche. También habría algunos ciudadanos curiosos que serían bienvenidos. Mientras no se quedasen mucho tiempo y no ensuciasen nada con su simpleza, claro. En condiciones normales, los feéricos que no pertenecían a la nobleza o que no trabajaban en la villa no tenían permitido traspasar los muros que la delimitaban.

Keiran apenas probó bocado. Rhiannon y Gawain no comieron mucho más que él. Ella intentaba llenar el silencio de la cena y de los cubiertos chocando contra la porcelana con una cháchara ligera que Keiran apenas se molestaba en seguir. Gawain no dijo absolutamente nada. No había hablado más que para lo estrictamente necesario desde que se había encontrado con sus primos en la capital.

Después de cenar, se acomodaron en el salón de los aposentos. Gawain se acomodó en un sillón con un libro entre las manos y sus largas piernas encogidas en el asiento. Rhiannon se sentó en el alfeizar de la ventana y se puso mirar la actividad a los pies del palacio. Keiran se sirvió un vaso de licor y se sentó en el sillón que había a la derecha de su primo. Contempló los cuadros que había colgados de las paredes; ninguno era suyo. Algunos los había pintado su madre y otros los había comprado. Hacía… veinticinco años que no cogía ni siquiera un carboncillo. No recordaba qué había sido lo último que había pintado sobre un lienzo o una hoja de papel. Las espirales y las estrellas que a veces trazaba con el dedo sobre un cristal cubierto de vaho no contaban.

Rhiannon tenía algunos de sus cuadros, aquellos de los que Keiran no se había deshecho, repartidos entre sus aposentos de palacio y la casa de la capital. Los cuadernos de dibujo que había acumulado con los años, llenos de imágenes hechas con carboncillo y témperas ahora estaban apilados sobre los libros que había en las estanterías. No había renunciado a su pasatiempo favorito porque sus obligaciones como Hijo Predilecto le robasen demasiado tiempo, sino porque pintar y dibujar era una manera de sacar fuera todo lo que tenía dentro. Todo lo bueno, pero también lo malo.

Siempre había pintado de todo, desde paisajes hasta retratos. Sin embargo, lo que a él más le gustaba eran los dibujos de pequeños detalles. Los feéricos normales conservaban armas con algún tipo de valor sentimental, joyas, invitaciones de boda, una flor entre las páginas de un libro o una concha de la playa. Keiran pintaba esos objetos con algún detalle que identificase a quien lo había acompañado en aquellos momentos.

Había dejado de pintar porque no se veía capaz de expresar lo que había sentido cuando su familia murió. No sin lágrimas, escamas y garras de por medio. Había llegado a un punto en el que creía tenerlo todo controlado, pero sabía que era una falsa seguridad. Sabía que si se ponía a pintar o dibujar lo que fuera, se daría cuenta de que había muchas cosas que todavía se escapaban de su control. No estaba preparado para afrontarlo. Puede que nunca lo estuviera. No sabía si quería averiguarlo.

─Iver no va a venir esta noche.

Keiran miró a su hermana. Rhiannon seguía en el alfeizar, pero ahora se había girado para mirarlo. Sus ojos negros brillaban igual que las gemas de la tiara que llevaba en la cabeza, apartándole el cabello del rostro.

─ ¿Por qué iba a hacerlo? ─preguntó Keiran con tono despreocupado.

Rhiannon ladeó levemente la cabeza al tiempo que entrecerraba los ojos.

─ ¿En serio?

─Sabes lo que significa para él estar cerca de mí.

La vio apretar los puños en sus costados. Desvió la mirada hacia la manga de su vestido, de un color tan negro que parecía atraer la luz y tragársela. Rhiannon era buena ocultando lo que pensaba. Casi siempre. Sabía mantener sus pensamientos con un volumen bajo, de manera que Keiran no fuera capaz de escucharlos si no se metía en su cabeza. Pero eso no significaba que no supiera leerla de otras formas. Después de todo, era su hermana, se habían criado juntos y se parecían en muchas cosas. Sabía lo que significaba aquel apretón de sus manos, el destello oscuro de sus ojos antes de apartarlos y la posición de sus hombros, tensos y ligeramente caídos.

─Dilo.

Cuando le contestó, Rhiannon seguía sin mirarlo.

─ ¿Llegará el día en el que podáis reconciliaros?

Keiran resopló.

─No hay nada que reconciliar, Rhiannon.

No digas eso. No lo digas así.

─Es cierto ─replicó levantándose para servirse otra copa─. Da igual las veces que pida perdón. No va a cambiar lo que ocurrió, Carys no va  a volver…

─ ¡No tienes nada por lo que pedir perdón!

Keiran se quedó muy quieto, con la botella de cristal inclinada, pero sin llegar a derramar su contenido dentro del vaso. Miró a su hermana, que se había levantado y tenía sus ojos puestos en él. Siempre le había fascinado la capacidad que tenía la interminable oscuridad de su mirada para expresar tanto.



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En el texto hay: romance, guerra, faes

Editado: 26.07.2022

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