Después de ultimar algunos detalles que tenía la función principal de convencer a Awen, a Lorcan y a las dos mujeres sidhe que los acompañaban de que todos aquellos preparativos eran verdaderamente necesarios, los sidhe y los neònach comenzaron a asentarse en Llanrhidian. El sol ya estaba alto cuando Keiran y los demás salieron del cuartel; la quietud que reinaba en la ciudad era tétrica y fría a pesar del sol que se afanaba por asomar entre los girones algodonosos que surcaban el cielo.
Los soldados de uno y otro ejército parecían no haberse movido ni un ápice desde que sus dirigentes entraron en el cuartel de la ciudad. Sus miradas volaron hasta ellos cuando la puerta se abrió, expectantes, deseosos de… de algo que Keiran no iba a darles.
Las miradas expectantes se tornaron frías, dolidas, coléricas incluso. Pero nadie le llevó la contraria a su Hijo Predilecto cuando este anunció lo que ocurriría con la Casa de la Sombra y la Niebla y su postura con respecto a la invasión sidhe. Ni siquiera el resto de los generales, que se encontraban repartidos por el territorio de la Casa, ni el consejo real que se pertrechaban tras los muros de la villa palaciega, le hicieron llegar ningún mensaje con su opinión sobre aquella situación.
Pero los silencios callaban lo que las palabras no decían. Las miradas planeaban sobre Keiran, zumbaban de la manera en la que no lo hacían los pensamientos de los fae, guardados con celo en su interior para que su Hijo Predilecto no los escuchase. Porque no se fiaban de él. Y eso le dolía más que sus poderes mermados y su cuerpo cansado.
Keiran necesitaba descansar. Necesitaba cerrar los ojos, dormir, y cuando volviera abrirlos, descubrir que todo lo que había pasado en los últimos días no había sido más que una pesadilla; que no había sidhe ni criaturas extrañas atacando su tierra, que su visita a El Coleccionista jamás había ocurrido, que no había ninguna maldición en la sangre que corría por su cuerpo al ritmo de cada latido de su corazón. Que no había entregado su Casa y su lealtad a quienes habían sido los antagonistas de los fae desde los albores de Elter.
Sin embargo, lo único que hizo fue asearse con rapidez y cambiarse de ropa, en la casa que había pertenecido a sus abuelos y que ahora solía ocuparla su hermana. Allí se encontró una nota de Rhiannon en la que decía que había partido hacia la capital, al amparo de la noche. También le prometía que no haría nada sin su consentimiento previo. Aquella nota no consiguió que el humor de Keiran mejorase lo más mínimo.
Lo único que consiguió relajarlo un poco fue encontrarse solo entre las paredes de la casa de sus abuelos. Sin miradas que lo aguijoneasen, sin murmullos ahogados por el traqueteo de los preparativos para ayudar a los sidhe a asentase, y sin silencios fríos e incómodos que hablaban por sí solos.
Se encontraba terminando de arreglarse el cabello húmedo y ondulado que caía sobre su frente, retirándoselo hacia atrás, cuando escuchó la voz de Alai en su cabeza.
Dime que todo esto es un truco, Keir. Dime que en medio de la batalla nos vamos a volver en su contra.
Keiran desvió la mirada de su propio reflejo y la dirigió a la pequeña ventana del baño. Desde allí solo podía ver paredes de piedra de las casas cercanas y parte de la calle por la que circulaban feéricos. Alai no podía encontrarse lejos; en caso contrario, no podría escuchar aquellas palabras en su cabeza, pero la puerta de la casa estaba custodiada por soldados sidhe.
Has visto sus ejércitos contestó Keiran volvieron a mirarse en el espejo. No podemos ganar.
Tal vez solos no, pero si nos aliamos…
Nadie quiere aliarse cortó Keiran terminando de acomodarse el cabello; el anillo azul centellaba entre las hebras negras como un cometa en la negrura nocturna, y no hay tiempo para pactos y tratos. No voy a esperar durante días a que algún gobernante acepte una alianza y mientras dejar que masacren mi Casa.
Si esto sale mal…
Keiran resopló en voz alta sin poder evitarlo.
Va a salir mal hagamos lo que hagamos.
Alai calló. Por un momento, mientras terminaba de arreglarse la ropa, un traje elegante y entallado, enteramente negro excepto por el escudo que adornaba sus hombros, bordado en color azul oscuro, Keiran pensó que Alai se había marchado. No lo habría culpado. Después de todo lo que había hecho en las últimas horas, sin avisar a nadie, y con el tono que acababa de emplear con él, frío y cortante…
Pero Alai tenía una paciencia infinita con Keiran. Una paciencia que el Hijo Predilecto nunca había creído merecer.
Estiró un fino hilo de niebla buscando la mente de Alai. Cuando lo encontró todavía allí, a su alcance, con sus pensamientos abiertos para él, una dolorosa punzada de remordimiento le aguijoneó el pecho, acallando el alivio de saber que todavía seguía cerca.
No quiero que os vacile la mano con nadie repuso empleando un tono más blando, pero que no admitía réplica. Con nadie, Alai, no quiero ni una sola sospecha sobre nosotros. Díselo a Idris y al resto de generales.
Son de los nuestros…
¡No!
Sombras finas salieron de los dedos de Keiran, apoyados sobre el lavabo. Se extendieron por la superficie de color pálido, subiendo después por el espejo en el que se reflejaba el Hijo Predilecto. Las sombras no llegaron muy lejos; el poder del anillo se lo impedía. Sin embargo, aquella maldita joya no había sido lo suficientemente fuerte como para aplacar por completo su arranque de ira y cansancio.