Luego de la caída de su Hijo Predilecto y de la capital, la Casa del Fuego y la Arena apenas opuso resistencia. Aquel territorio era de los menos poblados de Elter, debido al clima árido y a las amplias extensiones de desierto. La mayoría de las ciudades se concentraban alrededor de fértiles oasis y en los márgenes de los dos ríos que cruzaban la Casa, además de un par de urbes al sur de la capital. Tardaron alrededor de un mes en someterla por entero.
El Viento y la Tormenta se resistió más de lo esperado. Las ciudades principales y los pueblos soportaron el envite de las fuerzas sidhe con una firmeza admirable. Puede que el hecho de que su Hijo Predilecto, Thane, se encontrase atrincherado en la villa palaciega contribuyese a ello. Mientras el gobernante de una Casa, la representación del territorio y del poder que lo recorría, sobreviviera, habría esperanza para sus gentes. O eso pensaban muchos.
Para Keiran, era un acto de cobardía repulsivo. A él lo habían educado de una manera diferente, le habían enseñado que su lugar no estaba solo en el salón del trono de su palacio, dirigiendo desde la distancia, sino implicándose directamente en lo que ocurría en su territorio. Sin embargo, no le sorprendía la actitud de Thane. Lo conocía, se había esperado esa actitud, aunque no la fiereza con la que sus gentes se habían defendido de la invasión sidhe.
Pero a pesar de sus intentos, la Casa del Viento y la Tormenta cayó bajo el yugo de los sidhe con los primeros rayos de sol del verano. A Awen no le vaciló la mano cuando su daga se deslizó por el cuello de Thane, abriéndole la garganta de lado a lado. Keiran no dudó cuando le puso el anillo azul en el dedo al nuevo Hijo Predilecto, Taranys. Solo se estremeció cuando este soltó un grito de dolor y de sorpresa cuando sus poderes quedaron ligados al medallón que Awen llevaba cosido en la piel.
Tres de tres en lo que duraba una estación y media.
La Tierra y las Espinas también se complicó más de lo esperado. Awen se desesperaba con aquella lentitud. La única vez que Keiran trató de explicarle que en una guerra no se podía planear absolutamente todo y que los problemas eran relativamente comunes, Awen estuvo a punto de dejarle rajarle la mejilla con su inseparable daga.
─Recuerda ─le advirtió ella con la hoja afilada apoyada sobre la piel de Keiran y sus ojos llameantes clavados en los del Hijo Predilecto─ que si esto sale mal, quién las va a pagar es tu gente, Keiran.
─No lo olvido. Te aseguro que no. Pero si quieres que esto salga bien, tienes que estar preparada para este tipo de situaciones. Tienes un ejército imponente, con todos esos sidhe y los neònach, y junto con las fuerzas de la Sombra y la Niebla es prácticamente imparable, pero una guerra no es un agradable paseo por un jardín, Awen, y mucho menos una Gran Guerra Inmortal ─dijo despacio─, con todo el continente en tu contra. Cuando Padre y Madre les concedieron sus poderes a los Hijos Predilectos durante la primera gran guerra, tampoco la ganaron de la noche a la mañana.
Awen lo miró largo rato sin apartar la mirada de él. La punta de la daga todavía presionaba la piel de Keiran cuando se atrevió a seguir hablando.
─Permíteme un consejo, Awen; si deseas ser la reina indiscutible de este mundo, te recomiendo que trabajes la paciencia. Es una de las virtudes más importantes de un gobernante y de un líder.
─Tú no demostraste mucha paciencia rindiéndote después de tres días, Keiran ─atacó ella. Y acertó.
─Demostré que me importa mi gente lo suficiente como para arrodillarme ante ti y dejar que me usases como un arma más ─replicó Keiran, tragándose el dolor que le habían producido sus palabras.
Después de eso, su discusión se redujo una batalla de miradas que terminó cuando Awen separó la daga de la cara de Keiran.
Apenas un mes después, la Casa de la Tierra y las Espinas cayó. La villa palaciega quedó reducida a un montón de escombros, luego de una cruenta batalla contra los nobles que allí vivían, así como algunos ciudadanos y ciudadanas que habían conseguido refugiarse tras sus muros después de la caída de la capital.
Los colores del territorio, el verde oscuro y el rojo borgoña, salpicaron el suelo cuando las casas cayeron y los estandartes quedaron hechos girones.
El emblema de la Casa, un lobo de esmeralda y una rosa de rubí, terminó hechos añicos a las puertas del palacio.
Un nuevo Hijo Predilecto se alzó entre las ruinas de su Casa, con un anillo de mineral azul brillando en uno de sus dedos. La mirada que Perth le lanzó a Keiran cuando este le colocó el anillo rugía con la fuerza de un temblor de tierra y con el aguijón afilado de un millar de espinas.