Ruinas en las tinieblas (un cuento oscuro 0.6)

24

Las tropas compuestas por fae, sidhe y neònach entraron en la última Casa que quedaba en pie en el sur de Elter a comienzos de invierno. La villa palaciega, alejada varios kilómetros de la ciudad principal, igual que el resto demás, estaba sumida en la penumbra nocturna cuando el ejército llegó hasta ella. La mayoría de los nobles que allí vivían se habían marchado, pero no hacía demasiado tiempo. Su olor impregnaba con fuerza cada recoveco. Lo más probable era que no se encontrasen lejos.

Awen y Lorcan mandaron a más de la mitad de los soldados que los habían acompañado a rastrear los alrededores de la villa. Apenas había bosques en aquella zona y las colinas que la rodeaban eran bajas. No había demasiados lugares donde esconderse. No sería difícil encontrarlos.

El resto de los soldados se quedaron en la villa, rastreando a quienes pudieran haberse quedado escondidos en los palacetes y caserones pintados de blanco, con los marcos de las ventanas y las puertas revestidos de oro; los colores de la Casa.

Keiran se dirigió hacia el palacio, situado en el extremo sur de la villa, solo. Una construcción enorme, casi idéntica al resto de viviendas que componían el lugar, con la piedra encalada, oro adornando todos y cada uno de los numerosos y amplios ventanales, los arcos, las puertas, e incluso las columnas. No era la primera vez que Keiran se encontraba allí, y cuando atravesó la verja de oro que conseguía brillar incluso con la escasa luz estelar que se colaba entre los nubarrones que cubrían el cielo, no puedo evitar hacerse la misma pregunta de siempre.

¿Cómo conseguían los habitantes de aquel lugar dormir? Había ventanales por todas partes, apenas cubiertos por finas cortinas blancas. El oro que revestía sus marcos tenía que reflejar en el interior de las habitaciones. Puede que por eso Laird siempre estuviera de tan mal humor, porque nunca dormía suficientes horas.

Caminó despacio por las losas de piedra blanca que llevaban hasta la entrada principal del gigantesco palacio, con la espada envainada y sin perder detalle de cualquier sombra que pudiera asomar detrás de las cortinas. No vio nada antes de abrir la pesada puerta de oro con un golpe de poder que hizo que su estómago protestase. El escudo de aquella Casa, un ciervo de mármol blanco con un ranúnculo de oro entre sus astas, se partió a la mitad cuando las dos hojas se abrieron.

Las botas de Keiran no hicieron ruido mientras caminaba por el suelo, de un blanco impoluto. No había ningún tipo de moqueta o alfombra que lo cubriese. Tampoco había cuadros colgados en las paredes que franqueaban en corredor de entrada, ni tapices.

A Keiran lo recibió el silencio absoluto y un par de enormes espejos situados a derecha y a izquierda, devolviéndole su propio reflejo multiplicado una infinidad de veces. Una burda, pero elegante muestra de en qué se basaba el poder de aquella Casa; las ilusiones.

Laird era el Hijo Predilecto cuyo poder se parecía más al de Keiran, a pesar de lo distintos que podían aparentar en un primer momento. Ambos se basaban en los engaños, a pesar de que unos estaban hechos con sombras y otros con luz.

El silencio en aquel lugar era sepulcral. Sin embargo, el señor de los espejismos estaba en casa. Keiran podía notarlo. Su poder, cálido y dulzón, pulsaba a su alrededor, como un corazón.

Keiran se quedó muy quieto un momento, escuchando. Sintiendo.

Aquella Casa no era la suya. El poder que allí palpitaba tampoco le pertenecía, pero su origen era el mismo que el de la magia que corría por sus venas. Las sombras se resistían a responderle y la niebla, aunque percibía que allí había alguien, no conseguía localizarlo; el palacio era demasiado grande y los poderes de Keiran ya no tenían la fuerza de antes.

Pero había comenzado a acostumbrarse a aquel lazo extraño que ataba sus poderes al medallón que Awen llevaba cosido al pecho. Su cuerpo seguía siendo débil comparado a como era antes, pero por lo menos la respiración no se le volvía pesada cada pocos pasos, sus piernas no temblaban con tanta frecuencia y amenazaban con dejarlo caer, y sus mareos y sus náuseas eran más llevaderos.

Keiran comenzó a caminar despacio. En cada pasillo, en cada estancia, lo único que encontraba era silencio, oscuridad descolorida por la escasa luz que entraba por los ventanales, y espejos. Un montón de espejos, así como estatuas. El salón de trono estaba franqueado por bustos que representaban a los gobernantes de la Luz y el Aliento a lo largo de los siglos; ellos y ellas habían preferido aquellas esculturas blancas en lugar de los cuadros tradicionales.

Keiran se encontraba subiendo el primer tramo de escaleras de mármol, con su reflejo siguiendo sus pasos en el espejo que había a su izquierda, cuando se cansó del silencio y del murmullo de las sombras y comenzó a hablar.

─Dicen que el palacio de la Luz y el Aliento está lleno de espejos porque es un reflejo del poder de quien lo gobierna. Las ilusiones, las quimeras hechas de luz… Y todo ese oro reluciente… ─ronroneó escaneando el pasillo que extendía delante de él, franqueado por estatuas, como si se tratase de un ejército en la posición de firmes. Allí, el pulso de poder era más fuerte─ ¿Sabes lo que creo yo, Laird? Que los fae que han gobernado esta Casa durante milenios son más vanidosos que el resto de nosotros. O que necesitan un recuerdo constante de quién es el que lleva la corona sobre su real cabeza.

Keiran se quedó muy quieto, escuchando. El silencio fue su respuesta, pero sabía que estaba allí, en algún lugar de aquel piso. Laird, o su hermano pequeño, Mael. Tal vez los dos, incluso, aunque no sería lo más inteligente, teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba la villa palaciega. Pero Keiran nunca había considerado a Laird especialmente inteligente. Mael, por otra parte, no lo conocía lo suficiente como para poder opinar.



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En el texto hay: romance, guerra, faes

Editado: 26.07.2022

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