Tal y como Keiran vaticinó, la Casa de la Luz y el Aliento no tardó en caer luego de que su Hijo Predilecto se viera sometido al poder de Awen. Sin embargo, para la reina sidhe una semana era un lapso de tiempo demasiado grande, y así se lo hizo saber al señor de las tinieblas y la bruma.
Keiran no terminaba de comprender por qué tanta prisa. Las guerras de verdad nunca eran cortas. La Primera Gran Guerra Inmortal había durado más de un siglo, por ejemplo. Las guerras entre los Hijos Predilectos, sin embargo, sí solían ser más cortas y durar apenas unos años, en raras ocasiones más de una década, pero para Keiran aquellas contiendas no eran verdaderas guerras; para él no eran más que rencillas y demostraciones de poder que los gobernantes llevaban a cabo cuando se aburrían.
Puede que los favores de los dioses hacia los sidhe tuvieran una fecha de vencimiento. Tal vez los neónach solo pudieran acompañar a los ejércitos sidhe durante un tiempo. Cabía la posibilidad de que le hubieran dado un plazo para reunir los poderes de los Hijos Predilectos y luego… puede que Padre y Madre los quisieran de vuelta con ellos. Si Awen no podía usarlos, Keiran no terminaba de verle el sentido a que se los quitara, más allá de mermar sus fuerzas y deslucir su figura de seres poderosos y prácticamente invencibles.
Keiran tenía muchas dudas con respecto a los planes de Awen y a sus métodos, y esa noche no iba a resolverlos.
─ ¿No vienes? ─ preguntó Awen a su lado. Ambos contemplaban la retirada de los últimos soldados, tanto sidhe como fae, del campo de batalla improvisado al sur de la Casa de la Luz y el Aliento, donde habían encontrado escondidos a los nobles que no habían sido capturados y a parte del ejército de la Casa. Keiran admiró internamente la fuerza y la valentía con la que se habían enfrentado al ejército enemigo a pesar de encontrarse en clara desventaja. Mael se encontraba entre ellos, y en esta ocasión no hubo escapatoria para él; Awen había ordenado su captura. Lo quería vivo. La reina sidhe continuó hablando cuando vio que Keiran no la seguía─. Pronto aparecerá la Cacería Salvaje.
─Solo quiero asegurarme de que no ha quedado nadie con vida de nuestras filas. Toda ayuda será poca para las siguientes batallas.
Solo quedaba una Casa en pie, la del Agua y el Cristal. La más grande y una de las más poderosas en cuanto a ejército. Una tierra casi inhóspita en invierno, plagada de cordilleras escarpadas cubiertas de nieve durante todo el año. Su palacio se encontraba en una isla en medio de un lago que su Hijo Predilecto podía congelar y derretir a su antojo, así como manipular sus aguas de otras maneras.
Sí, necesitarían toda la ayuda posible para rastrear y someter aquella tierra de hielo. Carlton, además, sería un hueso duro de roer, debido a su experiencia en contiendas y a su entereza. Sin embargo, nunca se había enfrentado a nada como aquello. A una auténtica guerra inmortal contra feéricos mayores henchidos por la sed de venganza y a unos criaturas desconocidas.
─No tardes.
Keiran asintió con la cabeza en silencio. Awen se retiró y él se quedó casi completamente a solas, contemplando el campo de batalla que se extendía delante de él.
La hierba, antes lozana y de un bonito color verde, ahora estaba pisoteada y salpicada de rojo. Había armas tiradas, partes de trajes de batalla como brazales de cuero y acero. Había estandartes rotos y manchados. Había gritos y rugidos que todavía hacían eco en el aire. Había cadáveres. Fae, sidhe, neónach.
El olor de la muerte y la destrucción llenó la nariz de Keiran. Salado por la sangre, amargo por la destrucción, ácido por el dolor.
Las colinas, suaves y ondulantes como unas olas perezosas en un día tranquilo, enmarcaban la escena delante de Keiran, como si fuera un cuadro. Una escena de la que el Hijo Predilecto de la Sombra y la Niebla necesitaba alejarse, pues no podía apartar de su cabeza el pensamiento de que su mano había contribuido a la existencia de aquel lienzo.
Se retiró hacia la línea de árboles bajos que había detrás de él. Las sombras que proyectaban no eran demasiado espesas, pero no había nadie cerca que pudiera verlo. Los soldados ya se habían retirado y no sentía la presencia de ninguno lo suficientemente cerca como para detectar su presencia.
Kerian se reclinó contra un árbol, con el antebrazo apoyado sobre un tronco y su frente, caliente y perlada de sudor, en el hueco de su codo. Respiró hondamente y despacio durante largo rato, tratando de calmarse. Su respiración, su corazón, las imágenes que galopaban detrás de sus párpados y la espiral infinita y delirante de pensamientos que martilleaban dentro de su cabeza.
Apretó los dientes con fuerza, el dolor de su mandíbula se extendía hasta sus ojos y a sus sienes. Apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron con saña en las palmas de sus manos y le dolieron todos y cada uno de los tendones y los músculos que subían por sus antebrazos.
Keiran apretó todo lo que pudo, pero finalmente vomitó.
La bilis ácida subió por su garganta, quemándolo por dentro. Dolía. Escocía. Sentía un puñal en su interior, subiendo desde su estómago por su garganta hasta llegar a su boca. Su cuerpo entero se sacudía por la violencia de las arcadas. Le costaba respirar. Por un momento, pensó que moriría. Pero no, Keiran no tendría tanta suerte. No se la merecía, pensó cuando sintió que ya no quedaba nada en su interior para echar fuera.