Eivis's POV
El viento helado se colaba por cada rendija de la cabaña, haciendo crujir la madera como si la tormenta quisiera abrirse paso dentro. Me arrebujé en la manta gruesa que Rurik me había dado la noche anterior, aunque sabía que no había manera de entrar en calor en este condenado lugar.
Abrí los ojos lentamente, acostumbrándome a la penumbra. La luz de la chimenea proyectaba sombras temblorosas en las paredes, danzando como espectros. Mi cuerpo dolía, una mezcla de cansancio y frío. Y hambre. Una maldita hambre que me retorcía el estómago.
Me incorporé con cuidado, tratando de hacer el menor ruido posible. Rurik dormía cerca de la chimenea, con un brazo sobre los ojos y la respiración acompasada. A la luz del fuego, su rostro parecía menos severo, menos huraño. Casi podría decir que lucía... pacífico.
Sacudí la cabeza, desechando esos pensamientos. No podía bajar la guardia. No después de todo lo que había pasado. Estaba atrapada en un mundo que no conocía, con un hombre que apenas hablaba y que, cuando lo hacía, yo no entendía ni una sola palabra.
Me puse de pie y avancé hacia la mesa donde quedaban los restos de la cena: un pedazo de pan duro y algo de carne seca. No era un festín, pero al menos era algo. Lo tomé con manos temblorosas y di un pequeño mordisco, sintiendo cómo la sal me escocía los labios partidos.
Un gruñido grave irrumpió en la cabaña y me quedé congelada en el sitio. Alcé la vista y vi a Rurik incorporarse, apoyando un codo sobre la pierna doblada. Me miraba con esa expresión inescrutable que tanto me exasperaba.
Dijo algo en su idioma, un murmullo bajo y ronco que no entendí.
—No sé qué demonios estás diciendo —murmuré, retrocediendo apenas un paso.
Su ceño se frunció aún más y se puso de pie con brusquedad. Su tono fue más duro esta vez, su voz resonó con impaciencia.
—Ekki snerta! (No toques) —gruñó, señalando la mesa y luego a mí. No entendía sus palabras, pero su mirada dejaba claro que no le gustaba verme rebuscando en la comida.
Rurik tomó el trozo de carne que quedaba y lo partió por la mitad. Me tendió un pedazo sin suavidad, como si me lo arrojara más que ofrecerlo. Dudé un instante antes de aceptarlo.
El silencio entre nosotros era espeso, lleno de palabras no dichas y de un abismo de incomprensión. Desde que había llegado aquí, apenas podíamos comunicarnos más allá de gestos torpes y miradas. Pero cada día, la presencia de Rurik se hacía menos insoportable. No porque hubiera dejado de ser un hombre distante y frío, sino porque había algo en él que me mantenía alerta. Una intensidad en su mirada, un peso en su silencio que me hacía sentir que, de alguna manera, yo era importante para él.
O tal vez era solo que no tenía a nadie más en este lugar.
Decidí que no podía seguir encerrada en la cabaña como una prisionera. Necesitaba ver qué había más allá. Me levanté con cautela y caminé hacia la puerta, empujándola con esfuerzo. Un golpe de viento gélido me hizo estremecer, pero la visión del bosque cubierto de nieve me dejó sin aliento.
Di un paso fuera, sintiendo la nieve crujir bajo mis pies, cuando una mano fuerte me sujetó del brazo. Me giré bruscamente y me encontré con la mirada severa de Rurik. Su agarre no era violento, pero sí firme. Sus ojos azules brillaban con una advertencia clara.
—*Þú getur ekki farið út einn!* (No puedes salir sola) —espetó con dureza. Su tono era imponente, autoritario, aunque yo no comprendía sus palabras exactas.
—Solo quiero ver —dije, aunque sabía que no me entendía. Señalé el bosque y luego a mí misma, intentando hacerle entender que no planeaba huir, solo explorar.
Rurik chasqueó la lengua y negó con la cabeza, exasperado. Luego, sin soltarme, me empujó ligeramente de vuelta hacia la cabaña, pero cuando vio mi expresión terca, bufó y me jaló con él en dirección contraria. No supe si estaba permitiéndome salir bajo su supervisión o si simplemente quería asegurarse de que no hiciera una tontería. De cualquier forma, me dejé llevar.
El aire frío mordía mi piel, pero la sensación de estar fuera era refrescante. Observé los árboles altos, el manto de nieve sobre ellos, la forma en que el sol apenas lograba filtrarse entre las nubes. Rurik se detuvo y señaló el suelo, pronunciando algo en su idioma. Fruncí el ceño y lo miré sin entender. Bufó con frustración y, en lugar de insistir, tomó un puñado de nieve y lo dejó caer en mi mano. Luego señaló mis botas y las suyas.
—¿Nieve...? ¿Peligro? —aventuré, tratando de adivinar.
—*Falla!* (Cuidado) —repitió con dureza, golpeando la suela de su bota contra el suelo cubierto de nieve. Parecía estar advirtiéndome de que el suelo podía ceder.
No era una conversación fluida, pero era un intento. Y, sorprendentemente, me hizo sentir un poco menos sola.
Después de un rato caminando, Rurik me observó con detenimiento antes de señalar un árbol caído cubierto de nieve.
—*Setjast!* (Siéntate) —ordenó con un tono que no dejaba lugar a discusión.
Me quedé de pie, cruzándome de brazos. No me gustaba que me dieran órdenes.
—No soy un perro para que me hables así —solté en voz baja, aunque sabía que no me entendería.
Su mandíbula se tensó al ver que no obedecía. Se acercó un paso, su presencia imponente me hizo tragar saliva.
—*Eivi, setjast!* (Eivi, siéntate) —repitió, esta vez pronunciando mi nombre con una dureza distinta, como si quisiera asegurarse de que entendiera.
Rodé los ojos, pero finalmente me senté en el tronco. Él hizo lo mismo, aunque a una prudente distancia. El viento soplaba con fuerza, despeinándome y haciendo que un escalofrío recorriera mi espalda.
Rurik suspiró y sacó algo de su abrigo. Era un pequeño trozo de cuero que contenía lo que parecía ser bayas secas. Tomó una y se la llevó a la boca, masticando lentamente. Luego extendió la mano hacia mí, ofreciéndome una.
Tomé una con cautela y la probé. Era ácida, pero comestible.