—Levanta esos pies. – El grito casi rugido de Nikolay llegó desde la esquina del ring. No se perdía ningún detalle de lo que sucedía dentro del cuadrilátero. Alguien en su condición buscaría un lugar con buena visión y se dedicaría a analizar todo, pero a mi hermano eso no le servía. Le gustaba estar cerca, escudriñar los pequeños detalles que a una distancia mayor le pasarían desapercibidos. Por eso estaba aferrado al poste de la esquina, sosteniendo su peso con sus aún fuertes brazos, y gritando como un maldito toca pelotas cada defecto que encontraba.
—Deja de tocarme las narices. – Si hubiese sido antes, cuando todavía caminaba sobre sus piernas, le habría dicho que subiese y lo hiciera mejor. Pero ya no podía decírselo. No podía meterme con él como hacíamos antes, y tampoco podía ser condescendiente, porque él tampoco aceptaba esa mierda. Tres años atrás, puede que algo más, las cosas eran muy distintas. Yo sería el que estaría fuera del ring metiéndome en su forma de moverse, y él el que estaría aquí arriba.
—Recuerda que no hay normas, Viktor. Puedes utilizar también las piernas. Tienes que fortalecerlas. – Y él sabía muy bien de lo que hablaba. Llegó como un incauto inocente desde las peleas legales, pensando que podía medirse con tipos sin ninguna o poca disciplina física. Pero se equivocaba en algo, no estaban en tan mala forma, y lo peor de todo es que tampoco se regían por ninguna norma. En la lucha clandestina no importa la técnica, la fuerza del golpe, o las horas que dediques a entrenar. Cuando peleas, lo único que importa es ganar. Pueden abuchearte por utilizar golpes bajos, por morder, por pegar con los codos o con las piernas, pero no te sancionarán o te retirarán de la pelea por ello. Lo único que importa es quedar en pie, hacer que el otro se rinda, o mejor que quede KO en el suelo. Fue un contrincante que usó sus piernas para hacerle caer el que lo puso en aquella silla, uno al que le gustaba demasiado ensañarse con sus contrincantes, uno que sabía perfectamente donde golpear y hacer daño.
—Lo sé, lo sé. – Le di más energía a mis muslos para hacerme rebotar con más fuerza sobre mis pies. Acabaría pareciéndome a uno de esos canguros, incluso ya me parecía que tenía la cara de uno.
—Eso es, más alto. – Mi puño derecho voló hacia el guante de mi esparrin, para luego enviar al izquierdo al mismo sitio con rapidez. Mi próxima pelea estaba cerca, y no podía permitirme bajar el rendimiento.
—¿Cómo está mi campeón? – La voz chillona de Aldo llegó desde la mitad de la enorme sala del gimnasio, pero no me giré para mirarle. Primera norma de la lucha, nunca apartes la vista de tu contrincante.
—¿Traes nuestras ganancias, Aldo? – Yo podía ganar las peleas, pero donde se sacaba el dinero era en las apuestas. Por eso estaba bien tener a alguien que apostara para ti, y ese era Aldo.
—Si. Vengo a traerte lo tuyo. Este dinero me quema en el bolsillo, y ya sabes lo que pasa si no me lo quito de encima rápido. – Sí, ese era el problema de Aldo, que le gustaban demasiado las apuestas, y era capaz de apostar dinero que no fuera suyo si creía que había dinero fácil. Pero eran apuestas, nunca lo había.
Escuché el chirrido que hizo la silla de Nikita cuando se sentó de nuevo sobre ella, síntoma inequívoco de que pensaba usar las manos. Si me guiaba por lo que ocurría las veces anteriores, Aldo estaría sacando un fajo de billetes de su escondite secreto y estaría depositando uno a uno sobre la mano de mi hermano. Dos montones, el suyo y el mío. Cada uno tenía sus propios gastos. Él deudas que cubrir del gimnasio y los gastos médicos. Yo, pagaba a la mujer que mantenía limpia nuestra casa, nuestra ropa y cocinaba para que no muriésemos de hambre. De momento también se encargaba de que Yuri fuese al colegio, y eso me libraba a mí de tener que estar pendiente del despertador todos los días. Las peleas clandestinas era lo que tenían, que tus horarios se volvían un poco nocturnos. Incompatibles con el horario escolar.
En estos dos años había conseguido una bonita suma que necesitaba hacer crecer. Pero no la usaría en las apuestas, eso era pan para hoy y hambre para mañana. Un día te sonreía la suerte, y al siguiente le sonreía a tu contrincante. No, lo que necesitaba era encontrar un lugar donde invertir, un pequeño negocio que pondría comida en nuestra mesa mucho después de que dejara la lucha.
Aldo me había hablado de un club de esos donde las chicas con poca ropa bailan delante de tipos por unos dólares. El dueño había tenido una mala racha con sus apuestas, y estaba buscando un socio o comprador para su negocio. No es que me atrajera demasiado ese mundo, pero el alcohol y las mujeres ligeras de ropa son mercancías que nunca pasarán de moda. Ahora que tenía dinero fresco, quizás me pasaría por allí a echar un vistazo.
Lancé una sucesión de golpes contra mi esparrin que casi lo derribó. Era mi manera de decir se acabó por hoy, siempre me han gustado los finales apoteósicos. Me giré hacia las cuerdas buscando con la mirada a Aldo que ya había terminado de pagar a Nikita nuestras ganancias.