JASPER
Llevaba días entrenando en este lugar maldito con Arcadey. Bueno, no maldito... pero sí despiadadamente exigente. El tipo no tenía piedad. Ni una palabra amable. Solo órdenes, miradas duras y esa forma suya de provocarme que me hacía querer romperle la cara... o volverme más fuerte. Y si soy sincero prefiero lo segundo, me era más útil y necesario. Y cada día que pasaba me sentía un poco menos yo. Y un poco más a ese guerrero del que todos hablaban.
—Otra vez, Xan —dijo hoy, sin siquiera mirarme.
Xan. Siempre ese estúpido apodo, como si no fuera suficiente estar aquí con él. Siempre repetía ese nombre, una y otra vez, Y para terminar yo no sabía quién demonios era Xantheus. Solo sabía que, desde que crucé las puertas de este castillo olvidado, cada parte de mi cuerpo y de mi historia se estaba reescribiendo.
Había perdido la cuenta de los días desde que llegue a este lugar. Aquí el tiempo no se sentía igual. Era como si estuviera suspendido en un lugar que había sido olvidado por el resto del mundo. Las paredes del castillo guardaban un eco antiguo, lleno de magia, de batallas, y de secretos. Diferentes criaturas mágicas marginadas caminaban por los pasillos: elfos sin clan, hadas sin alas, duendes sin hogar. Y yo, con mis sombras y mi espada, e irónicamente encajaba perfectamente aquí con ellos.
La espada Lancen ya no me resultaba ajena. Había aparecido una noche durante el entrenamiento, como surgida de mi propia sombra. Arcadey me había arrojado contra el muro por tercera vez ese día, exigiéndome pelear con algo más que mis puños. Y entonces, sin que lo esperara, sentí un tirón en el pecho. Algo se desgarró dentro de mí, como si una parte antigua hubiera despertado. Caí de rodillas, jadeando, y sentí que algo ardía bajo mi piel. Cuando miré mis brazos, unas líneas negras, como sombras líquidas, se extendían desde mis hombros hasta mis manos, trazando formas que parecían vivas. Sentí el mismo ardor en el pecho, justo sobre el corazón.
Cuando abrí los ojos, la espada ya estaba en mi mano. Oscura, afilada, viva. Arcadey solo asintió con satisfacción. "Ahora sí, Xan", fue todo lo que dijo.
Desde entonces, La espada era como una extensión de mi alma, como si siempre hubiese sido mía, aunque nunca la hubiera pedido. Cuando la blandía, algo dentro de mí despertaba. Algo antiguo. Algo peligroso. Algo que todavía no comprendía del todo.
Por otro lado, Zion aparecía en fragmentos. En sueños. En reflejos pocos visibles. Me hablaba con frases cortas, y me daba ciertas advertencias, como si el supiera que no estaba listo para la verdad completa. Pero lo esencial, yo ya lo sabía: Yo era la reencarnación del Primer Guerrero del Reino de la Oscuridad. Un hombre temido. Respetado. Traicionado. Un guerrero que murió defendiendo un equilibrio que ahora apenas comenzaba a comprender.
Y en medio de todo eso... estaba ella.
Ruth.
No entendía por qué su recuerdo seguía tan presente. Apenas habíamos compartido momentos juntos. pero eso no era una razón para que siguiera en mi mente. Además, no teníamos un pasado compartido que justificara esa sensación de vacío cuando pensaba en ella. Pero era así. Su imagen volvía... una y otra vez, como un reflejo que evitaba extinguirse. y cada vez que veía sus ojos había algo que me recordaba que todavía podía elegir. Que, a pesar de toda esta oscuridad, aún quedaba algo de luz dentro de mí.
Una madrugada desperté con una opresión en el pecho. Como si algo o alguien me observara desde un rincón que no podía ver. Me levanté de un salto, empuñando la espada, y lo vi. Un lobo enorme, de pelaje negro azabache, con los ojos dorados más penetrantes que jamás había visto. No dijo nada. Solo me miró y salto desde la ventana para comenzar a caminar entre los árboles.
Lo seguí. No por razón, sino por instinto. Cada parte de mí gritaba que ese lobo era importante, que ese camino ya lo había recorrido en otra vida. Caminamos durante horas... o tal vez fueron días. Perdí la cuenta. Cada vez que parpadeaba, el mundo parecía cambiar. A veces era día, a veces noche. No sabía si seguía en el mismo reino o si había cruzado algún límite invisible entre mundos.
Hubo momentos en que creí que lo había perdido. Que me había dejado atrás. Pero siempre aparecía de nuevo, como si me esperara. Como si supiera que yo no podía retroceder.
Finalmente, el bosque se abrió en un claro. Un árbol con cortezas plateadas y hojas verdes, era imponente y majestuoso, se erguía en el centro. Y bajo su sombra, en unas de sus ramas... estaba ella. Ruth. Tan real y tan fuera de lugar como ese mismo árbol en medio del bosque.
Me detuve. Jadeaba. Tenía el cuerpo agotado, la ropa cubierta de polvo, los pies llenos de lodo seco. No sabía cuánto había caminado. No sabía dónde estaba. Y, más importante, no sabía por qué. No entendía cómo había llegado hasta aquí. Sólo sabía que cada paso me había llevado a este momento. Y que, de alguna manera, ella había sido siempre el destino final.
Y fue entonces cuando supe que todo lo que había evitado enfrentar, me había estado esperando aquí.
★
RUTH
El presente....
Caminé sin rumbo fijo, siguiendo el susurro del bosque que parecía querer contarme secretos. Las luciérnagas bailaban en el aire. Las ramas crujían como si me saludaran. Y entonces lo vi: un árbol más alto que los demás, de corteza plateada y hojas de un verde profundo, tan silencioso como acogedor.
Me trepé a una rama gruesa, no muy lejos del suelo, pero lo suficiente para sentirme lejos del mundo...
Desde ahí, podía ver el cielo. Las estrellas. Y a lo lejos, las torres del Reino de Khisfire, brillando como faros de otro tiempo.
—Bonito lugar para esconderme del destino— susurre para mí. Me abracé las piernas, apoyando el mentón sobre las rodillas. El aire era fresco y olía a musgo y a tierra húmeda, como si el bosque quisiera consolarme. Pero no podía. No había consuelo para el tipo de tristeza que me habitaba. Era esa tristeza que no grita, ni que se rompe, sino que se instala en silencio y te vacía del todo.