Sabor a ti

1.La llave equivocada

Narra Sarabeth

El sonido metálico de la llave girando en la cerradura fue, sin exagerar, el más hermoso que había escuchado en semanas. Después de años ahorrando, de vender cupcakes en ferias, de aceptar encargos hasta las tres de la mañana, por fin tenía un local propio.
Mi local.

El espacio olía a polvo, madera vieja y posibilidades. Las ventanas estaban cubiertas por una fina capa de suciedad, el mostrador necesitaba amor y barniz, y el suelo crujía como si cada tablón tuviera una historia que contar. Pero en mi cabeza ya lo veía todo: las luces cálidas colgando del techo, el aroma del café recién molido, los estantes llenos de libros que los clientes podrían leer mientras probaban mis tartas.

Coloqué mis llaves sobre el mostrador y sonreí como una tonta.
—Bienvenida a tu nueva vida, Sarabeth McFarland —murmuré, con la voz temblorosa de quien todavía no cree que el sueño sea real.

Mientras recorría el local con una libreta en mano, anotando ideas y pequeñas reformas, la puerta se abrió de golpe detrás de mí.
—¿Y vos quién sos? —preguntó una voz masculina, grave, impaciente.

Me giré tan rápido que casi tiré la libreta.
El tipo era alto, con una camisa blanca perfectamente planchada y un reloj que probablemente valía más que mi auto. Tenía el ceño fruncido y esa clase de elegancia arrogante que no se compra: se hereda.

—Yo… alquilé este local —respondí, todavía con la voz un poco temblorosa.
—¿Alquilaste? —repitió él, como si la palabra fuera una ofensa—. Eso es imposible. Este local es mío.

—Perdón, ¿cómo dice? —crucé los brazos, intentando no parecer intimidada.
—Dije que este local me pertenece. —Sacó el teléfono del bolsillo—. Deacon Smith.

El nombre me sonaba vagamente. Lo había visto en el contrato, en la parte donde decía “propietario”, pero mi contacto había sido una señora amable del estudio legal, no él.
—Bueno, señor Smith, yo tengo un contrato firmado y una copia del depósito inicial —le contesté, buscando mis papeles en la mochila—. Así que si hay un error, no es mío.

Me miró de arriba abajo, evaluándome.
—¿Sos la pastelera?
—Sí. —Levanté el mentón—. Sarabeth McFarland.

Un silencio incómodo llenó el aire. Él suspiró y se pasó una mano por el cabello, frustrado.
—Perfecto. Lo que faltaba. La abuela alquilando su local a una pastelera sin avisarme.

—¿Su abuela? —pregunté, arqueando una ceja.
—La dueña anterior. Murió hace unos meses —dijo, sin rastro de emoción—. Me dejó todo a mí.

Mi estómago se encogió.
—Lo siento.
—No te preocupes. —Su tono era seco—. Pero eso significa que el local es mío, y sinceramente, no tengo intención de alquilarlo.

Me quedé helada.
—¿Cómo que no? Ya firmamos un contrato. Yo pagué. Tengo proveedores esperando, un horno nuevo, una lista de reservas...
—El contrato lo firmaste con mi abuela, no conmigo.

Tragué saliva. Mi mente bullía, buscando palabras, argumentos, cualquier cosa.
—Entonces hablá con tu abogado, porque yo no pienso irme. —Le devolví la mirada con toda la dignidad que pude reunir.

Sus ojos —grises, fríos, de esos que te leen demasiado rápido— se entrecerraron.
—Tenés carácter, ¿eh?
—Y recetas —contesté, sin pensarlo.

Por un instante, pareció que iba a reírse, pero solo negó con la cabeza y se acercó al mostrador. Su perfume —amaderado, caro— me mareó un poco.
—Voy a revisar los papeles —dijo al fin—. Pero si algo no está en regla, tenés que desalojar.

—Si algo no está en regla, yo lo arreglo —repliqué—. No pienso perder este lugar.

Él se detuvo en la puerta, me miró una última vez y dijo con un tono entre fastidiado y curioso:
—No entiendo por qué todos quieren quedarse con lo que era de mi abuela.

La puerta se cerró detrás de él, y el eco resonó en el silencio del local.
Suspiré, apoyándome contra el mostrador.

Bienvenida a tu nueva vida, Sarabeth.
Y a tu primer enemigo.




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