La casa estaba en silencio, como siempre. La misma quietud de siempre. La misma soledad de siempre.
Mi madre murió cuando tenía cinco años, y desde entonces, mi vida había sido una rutina de ausencia. Mi padre, un renombrado cirujano y dueño de una clínica de prestigio, estaba siempre ausente, más preocupado por salvar vidas ajenas que por la mía. Y no era su culpa. El trabajo le consumía, y yo no era más que la hija a la que le daba todo lo que el dinero podía comprar. Todo, excepto tiempo.
Lucas nos había llevado a casa. él se ofreció amablemente a llevarnos. Dejamos primero a Mary, que vivía más cerca, y luego el auto siguió en silencio hasta llegar a mi casa.
Lucas detuvo el carro frente a la entrada. Se giró para verme y sonrió con esa ternura que sé que muchas chicas morirían por tener solo para ellas.
—Me alegra que hayas salido esta noche. —dijo suavemente—. Me gusta estar contigo.
Asentí, intentando devolverle una sonrisa, aunque por dentro, mi cabeza era un completo caos. Él se acercó un poco, con intención de besarme. Su mirada bajó a mis labios, sus ojos eran sinceros, dulces, y todo en él era correcto… pero no sentí nada.
En el último segundo, giré sutilmente el rostro y dejé que sus labios tocaran apenas la comisura de los míos. Fue un roce leve, casi educado, sin chispa, sin ese cosquilleo que aún recordaba tan vívidamente. Lucas pareció confundido, pero no dijo nada.
—Buenas noches, —susurré, y bajé rápidamente del auto.
Entré a casa con el corazón latiendo fuerte, pero no por Lucas. Cerré la puerta tras de mí y me quedé en la oscuridad por un momento. Todo estaba en silencio.
Hasta que lo sentí.
Una presencia.
No tuve tiempo de reaccionar. En la penumbra, una figura salió de entre las sombras, y sin decir palabra, sus labios se posaron sobre los míos.
El mundo se detuvo.
Era él.
Ese sabor a menta me invadió otra vez, fresco, dulce, embriagador. Como si fuera la primera vez y, a la vez, la continuación de algo que no podía recordar del todo pero que sentía en la piel.
Mi cuerpo respondió antes que mi mente. Sus labios eran fuego, eran vida. La forma en que me besaba, la seguridad con la que me tomaba por la cintura y me atraía hacia él, todo en ese momento era irreal. Me derretía, me perdía en ese beso como si perteneciera a un universo donde solo existíamos él y yo.
Y entonces, tan rápido como había llegado, desapareció.
Abrí los ojos, jadeando. Una sombra cruzó la sala, fundiéndose con la noche. No logré distinguir su rostro, ni su voz. Solo el sabor persistente de su boca en la mía… y una certeza que me erizaba la piel:
Estaba más cerca de lo que pensaba.