¿Sabés ese momento en que ves algo tan perfecto que tu cerebro se desconecta por completo y solo queda la parte instintiva, animal, hormonal? Bueno. Así fue ver a Evan esta mañana.
Desde ese instante supe que necesitaba contárselo a Mary antes de explotar.
Así que ahí estábamos, camino al veterinario con Copito tirando de la correa, y yo con la necesidad de desahogarme o morir.
—Mary —dije con la voz de quien lleva una tragedia dentro—. Hoy vi a Evan. Corriendo. Con esa ropa de deporte que le pega como una maldita profecía.
Mary me miró como si supiera que estaba a punto de escuchar poesía absurda.
—¿Y? —me preguntó, comiéndose un helado de menta como si no estuviera presenciando un colapso emocional.
—Mary… si ese chico hiciera un comercial de helado, te juro que compro TODO el stock. Aunque el sabor sea… no sé, cebolla con vainilla. ¡Lo compro! ¡Me lo trago con lágrimas en los ojos! Ese chico tiene un no-sé-qué-espiritual-sexy-mágico que me hace sentir como si el universo me estuviera cacheteando con flores.
Mary empezó a reírse, y yo no podía parar. Era como una descarga eléctrica de emoción, deseo y desesperación hormonal.
—¡No me mires así! —grité entre risas—. ¡No es mi culpa ser un desastre! Es culpa suya, por existir. Y correr. Y usar esa ropa. Y tener esa sonrisa. ¡Y esos brazos! ¡Y esos ojos! ¡Y esa forma de respirar!
Sí. Estaba desquiciada.
Y justo cuando creí que podía seguir hablando de Evan hasta que me internaran, una voz se metió en la conversación como una daga de hielo:
—¿Así que Evan debería hacer un comercial de helado?
Me morí.
Literalmente. Internamente. Se me derritió el alma.
Me di vuelta como en cámara lenta.
Y ahí estaba.
David.
El mejor amigo de Evan.
El chico con cara de “acabo de escuchar tu confesión y me la voy a guardar para arruinarte con estilo”.
—¿¡Desde cuándo estás ahí!? —pregunté con un chillido ahogado.
—Lo suficiente —dijo, apoyándose con tranquilidad en la pared—. La verdad, me diste hambre. ¿Tenés helado de cebolla con vainilla por ahí?
Mary ya no podía con la risa, y yo quería teletransportarme a otra dimensión.
—Estoy muerta —murmuré—. ¡Muerta! ¡Enterrada viva en mi propio ridículo!
David se cruzó de brazos, tan tranquilo como un gato frente a un ratón.
—Tranquila —dijo—. No soy tan chismoso… si hacés un pequeño favor.
Yo lo miré, entre desconfiada y resignada.
—¿Qué clase de favor?
—Hay una fiesta esta noche en casa de Lucas. Quiero que vayas. Y si vas… no escuché nada. Ni helado. Ni Evan. Ni nada.
Lo miré como si me hubiera pedido sacrificar una cabra.
—¿Una fiesta? ¿En casa de Lucas? ¿Estás loco?
—Totalmente Loco. Pero no más que tú cuando hablás de Evan. Si Lucas. ¿Preferís morir de vergüenza o bailar bajo luces psicodélicas como si nada hubiera pasado?
Y sin esperar más, me guiñó un ojo y se fue. Así nomás. Como si acabara de soltar la bomba del año.
Yo quedé plantada, roja hasta las orejas, sintiendo que todo mi mundo hormonal estaba colapsando.
Mary me dio un codazo.
—¿Y ahora?
Suspiré como si me estuvieran pidiendo escalar el Everest en pantuflas.
—Ahora tengo que ir a esa fiesta. Pero ni loca voy sola. Vas conmigo, Mary. No pienso enfrentarme a ese dios del cardio sin mi red de apoyo emocional.
Ella sonrió.
—Ay, amiga. Esto se pone cada vez mejor.