Narrado por Allison, víctima de sus propias hormonas y el universo cruel.
Después de despedirme de Mary con una sonrisa que claramente decía “estoy fingiendo estabilidad emocional”, me fui directo a la heladería. Porque sí, después del apocalipsis verbal con David, necesitaba algo frío, dulce y reconfortante. Algo que no me juzgara. Algo como… helado.
El sol quemaba con fuerza, pero nada, NADA, se comparaba con el calor de la vergüenza que seguía ardiendo dentro de mí como una antorcha olímpica.
—Un helado de menta con chispas de chocolate, por favor —le dije al chico del mostrador, con la misma actitud con la que uno pide una espada para ir al campo de batalla.
Spoiler mental: todo iba a salir mal. Y no lo vi venir. Porque soy estúpidamente optimista a veces.
Justo cuando iba hacia la caja con el helado en la mano y la dignidad colgando de un hilito… lo vi.
EVAN.
Sí. Evan. En la heladería. Apoyado casualmente contra el mostrador, como si los comerciales de ropa interior se grabaran en lugares públicos.
Llevaba una camiseta gris clara que se ajustaba a su cuerpo como si estuviera pintada con amor y lujuria por los dioses. Y al lado de él… David. Con la misma sonrisa que decía: “¿Listos para el segundo round?”.
Mi cerebro gritaba.
¡NO! ¡NO! ¡NO!
Pero mis piernas decidieron quedarse quietas, como si fueran parte de una telenovela venezolana.
Evan giró la cabeza.
Nuestros ojos se encontraron.
Verde. Azul. Luz celestial. Muerte interna.
Y él… sonrió. No una sonrisa cualquiera. No.
Una de esas sonrisas que parecen decir: “Sé lo que estás pensando… y me encanta.”
—Hey —dijo él, casual. Como si no fuera el protagonista de mis delirios hormonales nocturnos.
—Hola… —musité, apenas levantando una mano. Literalmente, parecía un zombie intentando socializar.
Y entonces, como si el universo tuviera sentido del humor negro, David levantó su helado de menta —idéntico al mío, maldito imitador— y dijo:
—¿No es irónico? Todos aquí con helado de menta. Qué coincidencia... ¿verdad, Allison? ¿Pero no te gustaba más el de cebolla?
Mi mirada intentó asesinarlo. Si hubiera tenido rayos láser en los ojos, David ahora sería una mancha derretida en el suelo.
Y por supuesto, no terminó ahí. NO.
David, con su alma claramente firmada por el diablo del sarcasmo, se volvió hacia Evan:
—Hey, ya que estás tan fashion hoy, podríamos decirle a mi mamá que te use para promocionar sus nuevos perfumes. Imagínate: “Aroma a helado de menta. Musculatura letal. Carita de ‘cómeme lentamente’”. Todo el paquete.
Evan se rió, bajando la mirada con ese gesto de “me incomoda, pero igual soy guapo”, y yo solo quería derretirme. Literalmente. Como el helado que tenía en la mano, que ahora chorreaba traicioneramente sobre mis dedos.
—¿Modelo de perfumes? —dijo Evan, mirándome directamente, levantando una ceja—. ¿Qué opinas tú, Allison?
Y yo… YO…
Yo debía quedarme callada.
Tenía que sonreír, asentir, escapar por la puerta de emergencia.
Pero no.
—Eh… creo que… podrías vender hasta hielo con esa cara.
¿QUÉ?!
Me tapé la boca.
No.
NO.
LO DIJE.
LO DIJE FUERTE Y CLARO.
David se dobló de la risa. Evan también, pero con esa sonrisa ladeada que me hacía sentir como una adolescente en una comedia romántica y trágica al mismo tiempo.
—Gracias… supongo —dijo Evan.
Yo quería morirme.
O al menos que me trague el freezer.
—Bueno, yo ya… tengo que… irme —dije, en tono de “voy a fingir que soy un ser humano normal y no una vergüenza andante”.
Me giré para huir. Y justo al dar el primer paso… resbalé.
Sí.
Resbalé.
¿En qué?
EN UNA GOTITA DE HELADO.
¡PUM!
Al suelo.
Helado en la cara. Orgullo destruido.
Y ahí estaba él, por supuesto.
Evan.
Extendiendo su mano.
Con esa expresión de “tú y yo estamos destinados… al desastre”.
—¿Estás bien? —preguntó, ayudándome a levantarme.
Yo asentí, roja hasta las orejas.
—Sí… probablemente necesito un manual de cómo vivir sin caerme cada vez que estás cerca.
¡¿QUÉ PASA CONMIGO?!
—¿Querés otro helado? —me preguntó, genuinamente.
—No, gracias. Yo… tengo que irme.
Y literalmente salí corriendo.
No pagué el helado.
El chico de la heladería me gritó desde atrás:
—¡¡SEÑORITA, EL HELADO!!
Pero no me importó.
Corrí como si mi vida dependiera de eso.
Como si pudiera dejar atrás la vergüenza.
(Spoiler: no se puede).
Y mientras huía, con chispas de chocolate en la mejilla y la dignidad en coma, solo pensaba una cosa:
David va a pagar por esto. Con sangre. O con cebolla.