Narrado por Allison, víctima de sus propias fantasias.
Todo.
Oscuridad.
La música siguió, pero a lo lejos. Como si el mundo se hubiera silenciado a mi alrededor. Me detuve, completamente sola. La brisa del jardín se sentía más fría ahora, como si la noche supiera que algo estaba por pasar.
Tragué saliva. Di un paso hacia atrás… y lo sentí.
Una presencia.
El corazón se me encogió.
—¿Lucas? —susurré, casi rogando que no fuera él.
No hubo respuesta.
Solo un segundo de silencio.
Y luego, una mano. Firme, segura, cálida. Se posó en mi cintura con fuerza, con propiedad. Mi cuerpo se tensó, pero antes de que pudiera girarme, antes de que pudiera preguntar, unos labios se fundieron con los míos.
Y entonces, me quemé.
Ese beso…
Dios, ese beso me consumió.
No hubo espacio para el miedo.
Sus labios se movieron con los míos como si me conocieran desde siempre. Perfectos. Cálidos. Voraces.
Sus manos me apretaron contra su pecho, fuertes, decididas, como si intentara tatuarme en su piel. Y yo… me dejé. No pude evitarlo. El calor se disparó dentro de mí como una llama sin control, como si cada parte de mi cuerpo se encendiera solo por ese contacto.
Descontrol.
Deseo.
Éxtasis.
Ese beso era gloria.
Era fuego, era adrenalina, era el aire que no sabía que me faltaba.
Y ese sabor…
Menta.
Suave. Familiar. Irresistible.
Los mismos labios. El mismo misterio. La misma maldita sensación de querer más sin saber quién está detrás.
Y aún así, me perdí.
Me entregué.
Cuando finalmente se separó, mis labios aún ardían y mis piernas temblaban. Abrí los ojos, jadeando, esperando encontrarlo frente a mí… pero él ya no estaba.
Solo oscuridad.
Solo yo.
Y el sabor de su boca todavía clavado en la mía.
—¿Allison? —La voz de Mary me hizo parpadear, aún en la oscuridad.
Giré lentamente, como si el mundo se moviera en cámara lenta. Ella llegó a mi lado agitada, su rostro preocupado.
—¡¿Estás bien?! Se fue la luz de golpe y escuché a Lucas tirar algo… Pensé que estabas con él. Me asusté.
Yo apenas podía procesar.
Ese beso.
Ese maldito beso otra vez.
Y esta vez… esta vez lo recordaba todo.
Cada segundo. Cada roce. Cada suspiro.
Había vuelto a besar a esos labios misteriosos… y él se había esfumado, como si nunca hubiese estado ahí.
—Allison… ¿me escuchas?
—Mary… —dije, todavía aturdida.
Y justo entonces, apareció David, con el celular iluminando su rostro y una expresión de alivio.
—¡Chicas! ¿Están bien? —preguntó con una sonrisa. Luego miró hacia atrás—. La fiesta terminó por hoy. Corte de luz, vaso roto y un Lucas demasiado borracho. Vamos, las llevamos a casa.
Evans ya estaba junto al auto, con la puerta trasera abierta. Mary me tomó de la mano y subimos juntas. David se sentó adelante con Evans, que ya tenía encendido el motor de su carro ridículamente caro.
—¿Tienen hambre? —preguntó David, mirando hacia atrás con esa sonrisa de “nunca digas no”.
Mary rió—. ¿En serio? ¿Pizza a estas horas?
—Siempre es buena hora para pizza —añadió Evans, y todos reímos.
Minutos después, estábamos los cuatro sentados en la parte trasera de un local 24 horas, comiendo pizza como si el mundo no se hubiera sacudido hace un rato. Las risas fluían, las bromas iban y venían. Mary bromeaba con David sobre su “paso de baile mortal”, y Evans me hacía preguntas tontas sobre mis toppings favoritos solo para molestarme.
—¿Y ahora qué? —preguntó David—. ¿Postre?
Mary y yo nos miramos al mismo tiempo.
—¡Helado! —dijimos al unísono.
—Vanilla para mí —anunció Mary, ya dirigiéndose al mostrador.
—Y menta para mí —dije, sin pensar.
—Menta... —repitió David con una sonrisa traviesa—. Qué coincidencia.
Evans alzó una ceja divertido—. ¿Chocolate?
Solté una risa nerviosa. Maldito sabor. Maldita coincidencia. O destino.
Los cuatro terminamos comiendo helado directo de dos vasitos grandes, cuchareando entre risas y bromas. A veces David se robaba una cucharada del de Mary, a veces Evans me pasaba una de menta.
Después del helado y de tantas risas que me dolía el estómago, salimos del restaurante. El aire de la madrugada era fresco, con ese aroma de ciudad húmeda y tranquila después de una noche agitada.
Evans conducía con una mano en el volante y la otra apoyada en la ventanilla. David iba en el asiento del copiloto, tarareando una canción inventada mientras Mary y yo intercambiábamos miradas cómplices desde el asiento trasero.
—¿Seguro que están bien? —preguntó David, antes de bajarnos.
—Sí, sí —dijo Mary, sonriendo—. Gracias, chofer privado.
—Gracias por todo —añadí, cerrando la puerta con cuidado.
—Buenas noches, chicas. Descansen —dijo Evans, y cuando sus ojos se cruzaron con los míos, sentí ese cosquilleo otra vez.
Entramos a casa riendo bajito, quitándonos los tacones a mitad del pasillo.
—Estoy pegajosa de tanto helado —murmuró Mary—. Pero valió la pena.
—Fue una noche intensa —dije, soltando una carcajada suave mientras subíamos las escaleras.
Ya en mi cuarto, sin decir mucho, ambas nos deshicimos de los vestidos con un suspiro de alivio. Mary dejó el suyo rojo colgado de una silla. Yo solté el verde sobre la cama.
Sin maquillaje, sin tacones, sin misterio. Solo dos chicas exhaustas.
Caímos boca arriba sobre la cama, una a cada lado, mirando al techo.
—Quiero dormirme por tres días —dijo Mary.
—Yo solo quiero entender qué demonios está pasando —susurré, más para mí que para ella.
—Mañana... lo hablamos —balbuceó Mary, ya a medio camino del sueño.
Y entonces, en medio del silencio, sentí ese sabor otra vez en mis labios.
Menta.
Otra vez menta.
Pero esta vez…
Esta vez lo había sentido completo. Y no lo iba a olvidar.