Salimos de clase con el sol acariciándonos la espalda y el murmullo de los estudiantes desvaneciéndose a nuestro alrededor. Mary caminaba a mi lado, con su mochila colgada de un solo hombro y una expresión difícil de descifrar.
La miré con curiosidad.
—¿Y qué quería David? —pregunté, tratando de sonar casual, aunque me intrigaba de verdad.
Ella se giró hacia mí con una sonrisa que le iluminó toda la cara.
—No me lo vas a creer.
—¿Qué cosa?
—Me invitó a salir este fin de semana. Me dijo que hay un festival de comida en el parque central. Que va a ser lindo, y... bueno, ya sabes cómo habla él. Todo con ese tono como si estuviera vendiendo una película romántica. Pero... fue lindo. Me emocioné, no te voy a mentir.
La emoción en su voz era contagiosa. Sonreí, esta vez de verdad.
—Te lo mereces, Mary. Ojalá lo pases increíble.
—Gracias —respondió con un suspiro soñador—. Hace mucho que no sentía esto... como si algo bueno estuviera por pasar.
Asentí en silencio mientras seguíamos caminando.
Yo también empezaba a sentir algo distinto. No era felicidad, exactamente. Pero sí una especie de paz momentánea. Como si por unas horas todo pudiera estar bien. Aunque mi cuerpo aún se sentía tenso, mi mente no estaba tan nublada como antes. Era como si algo en mí estuviera... más alerta.
Cuando llegamos a casa, el aroma de la cena nos envolvió con su calidez. Carmen había preparado arroz con pollo, ensalada fresca y jugo de guayaba. Todo servía en platos perfectamente ordenados sobre la mesa.
—¡Qué rico huele! —dijo Mary, soltando su mochila.
—Eso es lo que pasa cuando cocino con música de los ochenta —respondió Carmen con una sonrisa mientras servía—. Una maravilla tras otra.
Cenamos juntas, en un ambiente más ligero que los días anteriores. Mary hablaba animadamente de lo que pensaba ponerse para la cita, y Carmen la aconsejaba entre bocado y bocado. Yo escuchaba, sonriendo, agradecida por esos momentos de normalidad.
Después subimos al cuarto. Ya en pijama, Mary puso una película cursi mientras yo me acomodaba en la cama. No protesté. A veces lo simple era lo que más necesitábamos.
Ella se acurrucó a mi lado, con su cabeza en mi hombro y una manta suave sobre nuestras piernas.
—Te tengo, Ali —murmuró, rodeándome con el brazo—. Pase lo que pase, ¿ok?
—Ok —susurré, cerrando los ojos.
La película seguía sonando de fondo, llena de diálogos predecibles y finales felices. Y por un rato, quise creer que todo estaría bien.
La semana pasó con una calma extraña. No del todo buena... pero tampoco mala.
Cada día parecía igual: clases, risas a medias, tareas, conversaciones triviales. Yo fingía que todo estaba bien, como si la vida siguiera siendo normal. Y lo intentaba. De verdad que sí.
Pero cada noche, sin excepción, despertaba empapada en sudor, los latidos de mi corazón retumbando como tambores de guerra. Las pesadillas ya no eran tan claras como antes. A veces solo eran sombras, voces entrecortadas, o una figura que me miraba desde la esquina de mi habitación sin moverse. Otras veces soñaba que alguien abría la puerta sin hacer ruido y se quedaba allí. Viéndome dormir.
Y aun así, cada vez que me despertaba temblando, Mary ya estaba a mi lado, abrazándome sin decir una sola palabra. Solo eso. Sus brazos alrededor de mí, su respiración calmada. Y eso bastaba.
—Estás a salvo —me susurraba a veces, como un mantra.
Durante el día, Mary tenía el corazón y la sonrisa ocupados. David había entrado oficialmente en modo "conquista".
Le mandó un helado enorme con una nota escrita a mano:
"Porque dijiste que el chocolate cura los días grises."
Luego, un peluche ridículo, un oso con camiseta que decía:
"Tú me gustas más que dormir. Y eso es mucho decir."
El miércoles, le mandó una pizza al colegio. Pizza entera. Con su nombre escrito en la caja con marcador rojo. Todos la miraron. Mary se sonrojó tanto que pensé que iba a derretirse. Pero le brillaban los ojos.
Me encantaba verla así. Feliz.
Sin embargo, había algo que nos incomodaba a ambas, aunque no lo hablábamos abiertamente.
Evan.
No lo habíamos visto desde el lunes anterior. No en clase, no en los pasillos, no en la cafetería. Ni siquiera caminando por la calle con sus audífonos puestos como solía hacer.
Mary lo mencionó una tarde mientras tomábamos un café en casa.
—¿No te parece raro que Evan no haya aparecido en toda la semana? —preguntó, mirando la taza entre sus manos.
Asentí.
—Sí. Pensé que estaba enfermo, pero hoy pasé cerca de su casa y... estaba vacía. Ni su abuelo estaba. Las ventanas cerradas. Todo como si nadie viviera allí.
Nos miramos en silencio por unos segundos.
—Tal vez se fueron a visitar a alguien, no sé... —dijo ella, sin mucha convicción.
—Tal vez —repetí, aunque en mi interior sabía que algo no encajaba.
Evan no era de desaparecer. Mucho menos sin avisar.
El silencio se instaló entre nosotras, más frío que la tarde de lluvia que golpeaba las ventanas.
Esa noche volví a soñar.
Pero esta vez no vi sombras.
Esta vez escuché un susurro en mi oído.
Una sola palabra.
"Cuidado.