La puerta principal se abrió de golpe, arrastrando consigo una ráfaga de aire frío y el inconfundible olor a lluvia.
—¡Allison! —la voz de Mary resonó con fuerza mientras cruzaba la entrada, empapada, con David justo detrás, sujetando un paraguas inútil que apenas había servido de algo.
Corrí hacia ella sin pensarlo y la abracé con fuerza, aferrándome como si pudiera anclarme a su calor.
—¿Estás bien? —preguntó, apartándose apenas para mirarme, con la preocupación reflejada en sus ojos—. Me asusté mucho… con la lluvia y tú sola aquí en casa.
Tragué saliva y asentí, respirando más tranquila al verla allí, conmigo, a salvo.
—Estoy bien… tranquila —murmuré.
Mary me acarició el brazo con alivio mientras David cerraba la puerta de un golpe, bloqueando la tormenta. Ella se quitó el abrigo mojado y David dejó el paraguas a un lado, goteando sobre el felpudo.
Evan apareció en la sala, su camisa todavía húmeda, el cabello revuelto.
Los cuatro nos acomodamos en la sala, cada uno con una taza de chocolate caliente entre las manos, mientras afuera la lluvia seguía golpeando los ventanales con furia. El aroma dulce del chocolate llenaba el aire, creando una burbuja de calor en medio de la tormenta.
Mary y David hablaban del caos en las calles, de cómo habían tenido que esquivar ramas caídas y calles inundadas. Yo los escuchaba, asintiendo de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo… solo sentía la mirada de Evan sobre mí.
Cuando me atreví a mirarlo, ahí estaba: sus ojos fijos en los míos, cálidos, cómplices. No dijo nada, ni yo tampoco. Pero no hacía falta.
Compartimos una de esas miradas que lo dicen todo sin necesidad de palabras, como un pacto silencioso sobre lo que había pasado minutos antes… y lo que habíamos sentido.
Bajé la vista a mi taza, con una media sonrisa apenas perceptible, mientras Mary reía por algo que David acababa de decir. Afuera, la tormenta seguía, pero dentro de la casa… por fin, todo parecía más tranquilo.
David dejó la taza sobre la mesa y, con una mano, tomó la de Mary.
—Bueno… —empezó, mirándonos a Evan y a mí con una mezcla de nervios y felicidad—, queríamos decirles algo.
Mary soltó una risita nerviosa, escondiendo la cara en el hombro de David antes de enderezarse, con los ojos brillantes.
—Estamos juntos… —anunció, soltándolo como quien deja caer una bomba—. Oficialmente. Desde hoy.
Por un segundo me quedé en silencio, mirándolos. Luego solté una pequeña exclamación, dejando mi taza a un lado y lanzándome a abrazar a Mary.
—¡Ay, no puedo creerlo! ¡Al fin! —reí contra su cabello.
Ella me apretó fuerte, riendo también, mientras David se inclinaba para chocar los puños con Evan, que sonrió con esa expresión tranquila que siempre tenía, pero que esta vez se veía un poco más… cálida.
Cuando me separé de Mary, la miré de arriba abajo, fingiendo una seriedad absoluta.
—¿Estás segura? —pregunté, arqueando una ceja.
—Segurísima —contestó, sonriendo de oreja a oreja mientras entrelazaba sus dedos con los de David.
—Entonces me alegro mucho —dije, sincera, apretando su mano un segundo antes de volver a sentarme.
Evan y yo cruzamos otra de esas miradas silenciosas sobre el borde de nuestras tazas, como si ambos supiéramos que, aunque esta noche había sido intensa y extraña, también había traído algo bueno para todos.
Y así, con la noticia flotando en el aire, el aroma del chocolate caliente y la tormenta apagándose poco a poco allá afuera, nos quedamos charlando un rato más, como si el mundo, al menos por esa noche, se hubiera detenido en este rincón seguro.
Justo cuando comenzábamos a pensar que la tormenta finalmente cedería, mi teléfono, que estaba cargándose en la mesita al lado del sofá, sonó.
Lo miré: Papá.
Deslicé para contestar.
—¿Hola?
—Hola, cariño —su voz sonaba tranquila, aunque un poco preocupada—. Solo llamaba para avisarte que, con esta tormenta, no voy a poder volver el lunes. Los vuelos están suspendidos hasta nuevo aviso… Tal vez cuatro o cinco días. Es un caos en la carretera y prefiero no arriesgarme.
Miré hacia la ventana, donde la lluvia seguía cayendo, aunque con menos fuerza.
—Está bien, papá. No te preocupes —respondí, sintiendo que, por primera vez en toda la noche, de verdad no me preocupaba.
—Cuídate mucho, ¿sí? Y cualquier cosa, me llamas.
—Lo haré.
Colgué y dejé el teléfono sobre la mesa, soltando un suspiro. Mary me miró con la cabeza ladeada.
—¿Todo bien?
Asentí.
—Sí… solo que papá se va a quedar fuera unos días.
Ella me sonrió con complicidad.
—Entonces… casa sola.