Desperté sobresaltada, como si algo hubiera desgarrado la quietud de la noche. La habitación estaba en completo silencio, roto apenas por el sonido monótono del reloj sobre la cómoda.
Me incorporé de golpe, notando el frío calándome la piel, clavándose como pequeñas agujas. Giré la cabeza hacia la cama de Mary… pero el vacío me golpeó en el pecho como una descarga eléctrica. No estaba allí.
—Mary… —susurré, casi sin aire, esperando escuchar su voz desde el baño… o desde algún rincón de la casa.
Me puse de pie de un salto, el corazón golpeando desbocado contra mis costillas. Abrí la puerta de su cuarto. Nada. El pasillo estaba en penumbras, silencioso… demasiado silencioso.
Bajé corriendo las escaleras, revisé la cocina, el salón… incluso abrí la puerta trasera, con la absurda esperanza de que hubiera salido al jardín a tomar aire. Pero todo estaba oscuro y vacío, como si la casa misma hubiera exhalado a Mary hacia la nada.
—Mary… —la llamé otra vez, ahora con la voz quebrada, a punto de romperme.
El eco de su nombre se perdió en las paredes mudas.
Traté de mantener la calma, pero el temblor en mis manos me delataba. Fui hasta el vestíbulo, revisé la entrada, las ventanas… cada rincón en el que podría haberse escondido, pero no había rastro de ella.
Las imágenes más horribles empezaron a cruzarme la mente, una tras otra, como si cada pensamiento buscara asfixiarme un poco más.
Estaba a punto de marcarle a Evan, con el dedo temblando sobre la pantalla, cuando una vibración helada me recorrió la mano.
Un mensaje.
Mi corazón se detuvo. Lo abrí.
Una foto.
Se me cortó la respiración.
Mary.
Atada a una silla, las manos detrás de la espalda, los tobillos amarrados con una cuerda gruesa y sucia. Los ojos vendados con un trozo de tela oscura. Vulnerable. Inmóvil.
El mundo se me cayó encima.
Debajo de la imagen, un solo mensaje, frío como el acero:
“Te espero.”
Una dirección.
Sin nombres.
Sin explicaciones.
Solo una sentencia seca, brutal.
Un segundo después, otro mensaje:
“No le digas a nadie… o no la volverás a ver.”
Sentí que el teléfono se me resbalaba de las manos, pero lo aferré con fuerza, como si de ese aparato dependiera la vida de Mary.
Tragué saliva, intentando no derrumbarme ahí mismo. Mi primer impulso fue llamar a Evan, a David, a cualquiera… pero las palabras del mensaje retumbaban en mi cabeza como un eco cruel: “No le digas a nadie…”
Me apoyé contra la pared, respirando agitadamente, volviendo a mirar la foto, ese vendaje sobre los ojos de Mary, su cuerpo inmóvil, la frialdad de las cuerdas marcando su piel.
El frío me calaba los huesos, pero ya no había espacio para el miedo.
Solo una cosa era segura:
Tenía que ir.
Me puse los primeros zapatos que encontré, agarré el teléfono, las llaves… y salí corriendo, con la dirección clavada en la mente como un cuchillo.
La noche era espesa, irreal, como si el mundo entero hubiera cambiado de dimensión.
Levanté la mano en la esquina de la calle y, como si el destino se burlara de mí, un taxi apareció casi de inmediato.
Abrí la puerta y me lancé dentro.
—¿A dónde, señorita? —preguntó el taxista, con tono rutinario.
Le di la dirección, con la voz rasposa, sin atreverme a mirarlo a los ojos.
El hombre frunció el ceño, miró por el retrovisor, y luego a mí, evaluando si había escuchado bien.
—¿Está segura? —preguntó, aunque en su voz no había verdadera curiosidad, solo una advertencia muda.
Asentí.
No dijo nada más.
Solo pisó el acelerador.
Durante el trayecto, las luces de la ciudad se fueron apagando, una a una, como párpados cerrándose lentamente. Los edificios quedaron atrás, las calles asfaltadas se convirtieron en caminos olvidados, envueltos en una niebla densa, pegajosa, que se aferraba al auto como un sudario.
Finalmente, el taxi se detuvo.
Una vieja fábrica abandonada se alzaba frente a mí, a las afueras de la ciudad.
Las paredes desconchadas, las ventanas rotas, el portón oxidado… todo parecía gritar que allí solo habitaban los fantasmas.
—Es aquí —murmuré, aunque él no lo había preguntado.
El taxista me miró una última vez, queriendo decir algo… pero no lo hizo. Solo asintió y se alejó rápidamente, dejándome sola frente a esa monstruosa estructura, con el corazón a punto de estallar.
Tragué saliva y me acerqué al portón.
Empujé con fuerza.
El chirrido metálico resonó como un alarido en la noche, cortando la oscuridad como un cuchillo.
El interior estaba oscuro, húmedo… y olía a óxido, a polvo viejo, a muerte.
Y entonces la vi.
—¡Mary! —grité con desesperación.
Allí estaba, en el centro de la nave industrial, amarrada a una silla, exactamente como en la foto.
Los ojos vendados, las manos atadas, temblando.
Corrí hacia ella, con el alma desgarrándose a cada paso.
—¡Mary! ¡Estoy aquí! ¡Todo va a estar bien!
Pero antes de que pudiera alcanzarla…
Una figura emergió de las sombras.
Vestido de negro.
Capucha negra.
Pasamontañas cubriendo su rostro.
Solo los ojos visibles. Vacíos. Fríos como la muerte.
—Allison… —pronunció, con una voz distorsionada que heló mi sangre—. Viniste.
Me detuve en seco, jadeando, con la respiración desbocada.
—¡Suéltala! —le grité, con más rabia que fuerza—. ¡Suelta a Mary! Tú… tú no la quieres a ella… tú… me quieres a mí…
El inclinó apenas la cabeza, en un gesto casi infantil.
—Exacto —susurró con una calma que me revolvió el estómago—. Pero Allison… has sido muy mala.
Me quedé paralizada, sin entender, mientras mi mente buscaba frenéticamente una salida.
—¿De qué hablas? —logré preguntar, la garganta seca como papel quemado.
Entonces él se agachó, sacó un sobre de algún bolsillo y lo lanzó a mis pies.