No sabía cuántos días habían pasado desde que esa mujer me visitó.
El tiempo dejó de tener forma.
Solo estaba él.
El monstruo.
Venía con comida que no probaba. Con agua que apenas tocaba. Y con sus palabras... siempre con esas palabras que sabían a veneno.
A veces solo me miraba. A veces intentaba tocarme. Siempre se iba sonriendo, como si disfrutara ver cuánto resistía.
Pero ese día fue distinto.
Entró sin una palabra.
No traía bandeja. Ni burla. Ni amenaza.
Solo vino hacia mí... directo.
Tomó mi brazo con fuerza. Intenté zafarme.
—¡Suéltame! ¡¿Qué haces?! ¡¡SUÉLTAME!!
Me tapó los ojos con algo frío. Tela. Tela con olor a metal.
Grité.
Me sacudía. Pateé.
Nada sirvió.
Solo escuchaba sus pasos. Las puertas. Su respiración. El mundo se volvió sonido y oscuridad.
Hasta que...
Algo cambió.
El aire era distinto.
El suelo bajo mis pies también.
Me sentó en algo. Una silla. Algo metálico rozó mi espalda.
Y luego... me quitaron la venda.
La luz me golpeó como una bofetada. Tuve que parpadear varias veces.
Estaba en otra habitación.
Más limpia. Más blanca. Más... real.
Y frente a mí, ella.
La mujer.
La del perfume caro y la voz helada.
Se acercó sin apuro. Como si esto fuera una ceremonia.
—Allison —dijo suavemente—. Es hora de que todo empiece.
Sacó un teléfono de su abrigo.
Marcó.
Lo puso en altavoz.
Un tono.
Dos.
Tres.
—¿Hola? —La voz de mi padre estalló al otro lado—. ¿¡Hola!? ¿¡Quién es!? ¿¡DÓNDE ESTÁ MI HIJA!?
Mi mundo se detuvo.
Papá.
—¿Cuánto tiempo ha pasado, doctor? —preguntó la mujer con una sonrisa sutil.
El silencio se hizo denso. Luego, la voz de mi padre cambió. Ya no gritaba.
Ahora solo temblaba.
—Tú...
Ella me miró, complacida. Y acercó el teléfono a mi cara.
—Papá... —susurré. Las lágrimas me llenaron los ojos. El sonido de su respiración se quebró al otro lado.
—Allison... mi niña... oh, Dios... ¿estás bien? ¿Te han hecho algo?
Ella apartó el teléfono.
—Vamos por partes —dijo sin emoción—. Primero: sabes lo que quiero.
Él gruñó.
—Ella no tiene nada que ver con esto. Es solo una niña. Déjala ir.
—¿Nada que ver? —repitió ella, divertida—. Doctor, por favor... los cabos sueltos siempre estorban. Pero también sirven de moneda.
Silencio.
—Te enviaré una dirección —añadió—. Me entregas lo que me pertenece... y te devuelvo a tu hija.
Colgó.
Sin drama. Sin despedidas.
Solo dejó el teléfono en su bolsillo como si hubiera cerrado una cita más del día.
Yo apenas podía respirar.
—¿Qué está pasando? —susurré, rota.
Ella me miró. Sonrió.
Como si esto le encantara.
—Prepárenla —ordenó.
—¿Qué? —salió de mi boca sin pensarlo.
Pero la voz no fue la única.
Detrás de ella, él apareció otra vez.
El monstruo.
Él no la miró a ella.
Me miró a mí.
—Tú me prometiste que ella se quedaría conmigo —dijo con voz ronca—. Ella es mía.
La mujer rodó los ojos con fastidio.
—Eres patético —bufó—. Claro que se quedará contigo. No seas idiota.
Él apretó los puños.
—Entonces... ¿no la vas a entregar?
—No, cielo. Vamos a fingir que vamos a entregarla. —Se giró hacia mí con una sonrisa torcida—. Yo recupero lo que quiero... y tú la tienes para siempre.
El monstruo sonrió. Esa sonrisa torcida que me hacía temblar por dentro.
Sus pasos resonaron en el suelo como tambores de guerra. Lentamente, se acercó.
—Por fin... —murmuró, casi como una plegaria.
Yo retrocedí en la silla, pero no había a dónde ir. Mis muñecas estaban atadas. Mis piernas débiles. Mi cuerpo aún temblaba por todo.
Él se agachó frente a mí.
Su mano, áspera y tibia, subió por mi mejilla.
—No me toques —dije entre dientes.
Intenté apartarme. Pero él me sostuvo con fuerza.
—Vamos a ser felices —susurró.
Y entonces... lo hizo.
Me besó.
No fue un beso. Fue un robo. Una invasión.
Yo forcejeé. Giré la cara. Pateé. Mordí el aire. Nada sirvió.
Sus labios pasaron por mi mejilla, por mi mandíbula, por mi frente. Besos húmedos, torpes, enfermos. Como si cada uno dejara una cicatriz invisible.
—Para... —lloré, con la voz quebrada.
—Shhh... —su aliento era una mezcla de menta y podredumbre. Ese sabor que antes fue una pista y ahora era veneno puro—. ¿Lo sientes? Este es el destino. Este es nuestro destino.
Él inclinó su rostro hacia mi boca otra vez.
Yo giré la cara, pero él me sujetó. Sus labios encontraron los míos, y por un instante, lo único que sentí fue náuseas.
Quise vomitar. Quise gritar. Quise desaparecer.
Pero no podía.
No podía hacer nada.
Hasta que una voz, seca y dura, rompió la escena.
—¿Terminaste ya tu teatro? —preguntó la mujer.
La Directora.
Seguía allí. De pie. Imperturbable. Como si ver eso fuera tan normal como revisar un archivo.
Él se detuvo. Me soltó. Pero no se levantó.
Solo me miró como si yo fuera un premio.
—Vístanla —ordenó la Directora, girándose con elegancia—. El show va a empezar.
Dos hombres entraron. No los reconocí. Fríos. Como piedras.
Intenté resistirme cuando desataron mis muñecas, pero el monstruo seguía demasiado cerca.
Me susurró al oído:
—Te verás hermosa, mi amor.
Quise morir.
**
El pasillo por donde me llevaron era largo, silencioso, iluminado con una luz blanca que hería los ojos. Cada paso que daban, yo sentía que caminaba hacia algo peor.
Sabía que eso... apenas era el principio.
Sabía que nadie vendría a tiempo.
Y lo peor... es que parte de mí ya estaba empezando a romperse.
Como si incluso mi esperanza... se rindiera.