Al abrir los ojos me encontré pegada al pecho de Evans. Mi vista se movió rápido por el interior de la camioneta: la oscuridad de la noche apenas dejaba ver las calles que pasaban a toda velocidad. Dos hombres iban al frente; uno conducía, el otro vigilaba con seriedad. El silencio era absoluto, roto solo por el rugido del motor y mi corazón desbocado.
La respiración de Evans, profunda y controlada, intentaba calmarme, pero mis manos temblaban.
—¿Estás bien, Allison? —preguntó con voz grave.
Abrí la boca para responder, pero estaba seca, como si todo lo vivido me hubiera arrancado las palabras. Él me apretó contra su pecho y apoyó la barbilla sobre mi cabeza.
—Tranquila… estás a salvo —susurró.
Entonces otra voz cortó el aire:
—Señor.
Evans levantó la cabeza, la tensión en su rostro era evidente.
—¿Es seguro? —preguntó, irritado.
—Sí, señor. Estaremos atentos a cualquier cambio.
—Como hace un rato, ¿verdad? —su voz sonó dura, como un rugido contenido.
El hombre se apresuró a responder:
—No volverá a ocurrir.
—Claro que no —replicó Evans, y el silencio volvió a apoderarse de la camioneta.
Sentí cómo la puerta se abría. Evans me besó en la cabeza, rápido, protector.
—Vamos —dijo, ayudándome a bajar. Caminamos hasta un ascensor. Mis piernas temblaban, apenas sabía dónde estaba.
El ascensor se elevó y yo me pegué más a Evans, necesitaba sentir que era real, que todo lo demás no me arrastraría. El sonido del clic metálico anunció que habíamos llegado. Cruzamos una puerta y entramos a una habitación amplia, con luz tenue y fría.
—Estaremos bien aquí —dijo Evans, rodeándome con sus brazos—. Estás a salvo.
—¿Y… ahora qué? —pregunté, con la voz temblorosa.
Él apenas sonrió, pero sus ojos seguían vigilantes.
—Ve, date un baño. Yo me encargo de la comida.
Asentí sin pensar demasiado y me interné en la habitación. Todo era lujo: muebles minimalistas, paredes blancas, lámparas modernas, una alfombra gruesa bajo mis pies y botellas de cristal que parecían demasiado caras para tocar. Todo ese lugar olía a poder… y a peligro.
El baño era igual: azulejos blancos, grifos relucientes, una bañera enorme. Me apoyé en el mármol frío y cerré los ojos. Mis dedos temblaban mientras intentaba quitarme la ropa; cada botón parecía pesar el doble. Un escalofrío me recorrió al desnudarme y entrar despacio en el agua tibia.
El calor me envolvió, obligándome a soltar un suspiro. Cerré los ojos, pero mi mente no dejaba de girar.
“¿Quiénes son esos hombres? ¿Por qué me quieren a mí? ¿Qué está pasando?”
Las imágenes de la camioneta, los disparos, la manera en que Evans me protegió, todo volvía una y otra vez como un torbellino. El agua intentaba calmarme, pero dentro de mí seguía ardiendo el miedo.
Cada sombra parecía una amenaza. Cada ruido, un aviso de que algo estaba por estallar. Aun así, había una certeza que me mantenía respirando: Evans estaba afuera. Evans me estaba cuidando.
Me hundí un poco más en la bañera, abrazando mis rodillas, y el pensamiento me golpeó como un eco imposible de callar:
“¿Qué mundo estoy a punto de descubrir? ¿Y cuánto de mi vida va a cambiar para siempre?