—Pa… pa… —mi voz salió temblorosa, quebrada.
Él estaba ahí, en medio del bosque, su silueta apenas iluminada por la luz fría de la luna. Mi padre. Con la ropa sucia, el rostro cansado y esa mirada que me atravesaba como un cuchillo.
—¡Corre, hija, corre! —gritó con todas sus fuerzas.
Quise correr, quise moverme, pero mis piernas no reaccionaban. Entonces el disparo desgarró la noche. Seco. Brutal. El cuerpo de mi padre se dobló hacia atrás, como una marioneta con los hilos cortados. Cayó a la hierba, y la sangre comenzó a extenderse con rapidez.
—¡Papá! —grité, deshaciéndome por dentro, hundiendo mis manos en su sangre caliente que se me pegaba a la piel.
Sus ojos se quedaron abiertos, fijos en mí. Y en ese instante supe que lo había perdido.
El aire me faltaba. El bosque se deshacía a mi alrededor. Mis propios gritos me ahogaban.
Hasta que otra voz, lejana primero, luego más clara, atravesó la oscuridad.
—Shh… tranquila, estás a salvo. Estás a salvo…
Abrí los ojos de golpe, con el corazón reventando en mi pecho. Evans estaba ahí, pegado a mí, sosteniéndome con fuerza mientras yo me aferraba como si dependiera de ello.
—No… no fue real… —susurré, pero mi cuerpo seguía temblando, mi garganta ardiendo.
Pero el sabor metálico de la sangre aún estaba en mi boca, y el eco de ese disparo todavía me retumbaba en los oídos.
Alcé la mirada y sus ojos me encontraron. Un instante bastó. No hubo palabras. Solo el vacío insoportable que me quemaba por dentro. Entonces lo besé.
No fue suave, ni delicado. Lo devoré. Brusca, torpe, desesperada. Necesitaba apagar el eco de ese disparo, borrar la sangre, callar los gritos. Necesitaba sentir, solo sentir.
Evans me correspondió con la misma hambre. Sus manos subieron por mi espalda, presionándome con fuerza contra su cuerpo. El roce me arrancó un gemido involuntario.
—Allison… —murmuró contra mi boca, como si quisiera detenerse, pero sus labios vuelven a buscarme con más hambre aún.
El control se quebraba en pedazos. Yo ya no pensaba. No quería pensar. Solo quería dejar de recordar. Mi cuerpo se arqueó hacia él, pidiendo más, y sus dedos se aferraron a mis caderas con fuerza, es tan eléctrico que me encendía aún más.
Ya no pienso. Solo siento.
Sus labios sobre los míos son un ataque de fuego. Mis manos recorren su espalda, sintiendo cada músculo, cada latido que lo hace vibrar. No hay paciencia, no hay control: solo deseo puro y urgente.
Su boca baja a mi cuello, lamiendo, mordiendo, dejándome sin aliento. Mis dedos se enredan en su cabello, tirando de el, mientras mi cuerpo se arquea hacia él, pidiendo más, implorando que no pare. Su mano desliza por mi costado, bajando, rozando lo más íntimo, y un gemido profundo escapa de mis labios. El deseo era un incendio que se devoraba todo, arrasando incluso el miedo.
Me aferré a él como si fuera lo único real. Como si con cada roce pudiera arrancarme la pesadilla de la piel.
—Allison... —gruño entre dientes, su respiración áspera contra mi piel—.Te necesito. Ahora.
No dudé. No podía. Lo necesitaba tanto como necesitaba aire.
Sus manos me despojan de la ropa con movimientos desesperados, mis senos expuestos, mis jadeos llenando la habitación. Su boca se adueña de cada parte de mi cuerpo que puede alcanzar, y yo solo puedo pedir más, más, más. El se quita el pantalón con el bóxer.
Su mano me sostiene mientras entra en mí de golpe, rápido, ansioso. Cada movimiento suyo me hace temblar, cada embestida una explosión que me recorre de pies a cabeza. Su boca recorre mi cuello, chupando, mordiendo, mi mente por fin se apagaba. Ya no existía el bosque, ni el disparo, ni la sangre.
Cada embestida era un latido arrancándome del pasado. Cada gemido, una manera de volver a respirar. Me dejé llevar, perdida, rota y completa al mismo tiempo, hasta que el placer y el dolor se confundieron, hasta que no quedó nada más que el torbellino que nos arrastra al límite.
Cuando nuestros cuerpos ceden, quedamos jadeantes, sudorosos, pegados. Yo, enredada en él, con la frente contra su pecho, escuchando su corazón que golpeaba con la misma furia que el mío.
No dije nada. No podía. Solo lo abracé, dejando que el calor de su cuerpo borrara lo que aún me perseguía en la oscuridad.
Y por primera vez en mucho tiempo, sentí un silencio dentro de mí.