Alejandro estaba en su oficina, revisando los planos del proyecto del puerto, cuando uno de sus compañeros entró y se dirigió hacia él con una expresión seria.
—Alejandro, ¿tienes un minuto? preguntó su colega, tomando asiento frente a su escritorio.
—Claro, ¿qué pasa? respondió Alejandro, dejando los planos a un lado.
—Acabo de regresar de almorzar en Sabores de Mar y... bueno, creo que deberías saber algo. Sergio Torres estaba allí, y se comportó de manera muy inapropiada con Laia. Fue realmente desagradable, pero Laia lo manejó como una campeona, explicó su colega.
El rostro de Alejandro pasó de la calma a la bronca en cuestión de segundos. Sentía la ira acumulándose dentro de él, sabiendo que Torres había acosado a Laia nuevamente.
—Gracias por decírmelo. Creo que voy a empezar a comer allí todos los días. No pienso dejarla sola con ese tipo merodeando, dijo Alejandro, con el ceño fruncido y los puños apretados.
En Sabores de Mar, la jornada transcurría con normalidad hasta que Sergio Torres decidió irse. Al levantarse de la mesa, se acercó a Laia con una mirada despectiva.
—¿Sabes algo, Laia? Llegará el día en que me rogarás por mi atención, dijo Torres con arrogancia, inclinándose hacia ella.
Laia lo miró directamente a los ojos, sin un atisbo de miedo.
—Te ruego ahora que no me des tu atención, señor Torres. No me interesa ni ahora ni nunca, respondió con firmeza, manteniendo la compostura.
Sergio la miró con furia contenida, pero no dijo nada más. Dio media vuelta y salió del restaurante, dejando tras de sí una atmósfera tensa.
Marisa, que había estado observando desde la cocina, se acercó a Laia con una mezcla de preocupación y admiración.
—Ese hombre es un imbécil. ¿Estás bien? preguntó Marisa, tocando suavemente el brazo de Laia.
—Sí, estoy bien. Pero ya no sé cuánto más va a seguir con esto. Cada día es más insoportable, respondió Laia, suspirando.
Marisa asintió, entendiendo la situación.
Más tarde, cuando Alejandro llegó al restaurante, encontró a Laia atendiendo a unos clientes. Su mirada se suavizó al verla, pero también notó la tensión en sus hombros. Esperó hasta que ella estuviera libre y se acercó.
—Me enteré de lo que pasó hoy con Torres, dijo Alejandro, su voz firme pero preocupada.
Laia lo miró con una mezcla de sorpresa y alivio.
—¿Te lo dijo alguien? preguntó, sabiendo la respuesta.
—Sí, un compañero de la oficina. No voy a permitir que te siga molestando, Laia. Voy a estar aquí todos los días. No quiero que te sientas sola en esto, dijo Alejandro, tomando su mano con ternura.
Laia sonrió, agradecida por su apoyo.
—Gracias, Alejandro. De verdad. No sabes cuánto significa para mí, respondió, apretando su mano.
—Estamos juntos en esto, Laia. Y no voy a dejar que ese hombre te intimide más.
Esa noche, Alejandro decidió quedarse a dormir en casa de Laia. Después del incidente con Sergio Torres, no quería dejarla sola, y Laia, encantada, se sintió más segura con su presencia. La cena transcurrió entre risas y miradas cómplices, y al finalizar, se acomodaron en el sofá, disfrutando de la tranquilidad de la noche.
Cerca de la medianoche, mientras dormían abrazados, el sonido del teléfono de Laia rompió el silencio. Sobresaltados, ambos se despertaron. Laia se levantó rápidamente y contestó, con el corazón latiendo con fuerza.
—¿Hola? dijo, su voz todavía adormilada.
—¿Laia? Habla el oficial García. Lamentablemente, tenemos que informarle que han roto dos cristales en su restaurante. Hemos recibido el reporte hace unos minutos, y parece que algunos maleantes han causado el daño, dijo la voz al otro lado de la línea.
Laia sintió un nudo en el estómago. Alejandro, a su lado, vio la preocupación en sus ojos.
—Vamos para allá de inmediato, oficial. Gracias por avisar, respondió Laia, colgando el teléfono.
—¿Qué ha pasado? preguntó Alejandro, preocupado.
—Han roto dos cristales del restaurante. La policía está allí, pero debemos ir para ver qué ha sucedido exactamente, explicó Laia, tratando de mantener la calma.
Ambos se vistieron rápidamente y salieron en dirección a Sabores de Mar. La noche era fresca, y la brisa del mar hacía que el ambiente se sintiera aún más tenso. Al llegar, vieron las luces de los coches patrulla y a varios oficiales inspeccionando el lugar.
El oficial García se acercó a ellos cuando bajaron del coche.
—Buenas noches, Laia. Alejandro. Lamentamos la molestia. Parece que han sido unos vándalos. Hemos encontrado algunas piedras cerca de los cristales rotos. No parece haber ningún otro daño en el interior, pero hemos asegurado el área por si acaso, —explicó el oficial.
Laia miró los cristales rotos con tristeza y preocupación.
—Gracias, oficial. Apreciamos que nos hayan avisado tan rápido. ¿Han podido identificar a los responsables? —preguntó Alejandro, poniendo una mano en el hombro de Laia en señal de apoyo.
—Aún no, pero estamos revisando las cámaras de seguridad cercanas para ver si podemos identificar a los culpables, respondió García.
Laia asintió, agradecida por la rápida respuesta de la policía, pero no podía evitar sentirse vulnerada.
—Vamos a limpiar esto y asegurar el lugar. No puedo creer que alguien haya hecho esto, dijo Laia, su voz temblando ligeramente.
Alejandro la abrazó, transmitiéndole seguridad.
—No estás sola en esto, Laia. Vamos a resolverlo juntos, dijo, besándola en la frente.
Pasaron la siguiente hora limpiando los cristales rotos y asegurando el restaurante con la ayuda de los oficiales. Laia no dejaba de pensar en quién podría haber sido el responsable, y aunque no quería saltar a conclusiones, la sombra de Sergio Torres se cernía sobre sus pensamientos.
Finalmente, cuando todo estuvo más o menos bajo control, Laia y Alejandro regresaron a casa, exhaustos pero determinados a no dejarse intimidar. Antes de dormir, Alejandro tomó la mano de Laia y la miró a los ojos.
Editado: 19.08.2024