La presión en el aire era palpable, una tensión constante que parecía nunca ceder. Laia y Alejandro se mantenían firmes, pero no podían negar el peso de las acciones de Sergio Torres sobre sus hombros. Sin embargo, la fortaleza del pueblo era algo que ni siquiera Torres podría quebrar. En un gesto conmovedor de solidaridad, los habitantes llenaban el restaurante "Sabores de Mar" todos los días, ofreciendo su apoyo y ayuda en lo que pudieran.
Esa mañana, Laia y Marisa estaban en la cocina preparando los desayunos. El restaurante estaba lleno de risas y conversaciones animadas, una resistencia pacífica contra la oscuridad que intentaba imponerse sobre ellos. Alejandro, quien había comenzado a frecuentar el restaurante más a menudo para mantener a Laia a salvo, estaba en una mesa revisando algunos planos del puerto.
—Marisa, ¿puedes creer cuánto apoyo estamos recibiendo? dijo Laia mientras cortaba unas frutas para una ensalada.
—Es maravilloso ver cómo el pueblo se une en tiempos de crisis, respondió Marisa con una sonrisa. —No estamos solos en esto.
De repente, la puerta del restaurante se abrió con un golpe fuerte, y Jean, el responsable de las obras del puerto, entró corriendo, su rostro pálido y lleno de preocupación. Alejandro levantó la vista de sus planos, alarmado por la expresión de su amigo.
—¡Jean! ¿Qué ha pasado? preguntó Alejandro, levantándose rápidamente.
—Las obras del puerto... han sido saqueadas, dijo Jean, tratando de recuperar el aliento. —Todo está destrozado. Herramientas robadas, materiales esparcidos por todas partes... es un desastre.
Laia sintió un nudo en el estómago y dejó de cortar las frutas, su mente llena de imágenes de la destrucción.
—¿Cómo es posible? preguntó, acercándose a Alejandro y Jean. —¿Hay testigos? ¿La policía está al tanto?
—Llamé a la policía de inmediato, pero no creo que lleguen a tiempo para encontrar a los culpables, respondió Jean, con frustración. —Esto tiene la marca de Torres, estoy seguro.
Alejandro apretó los puños, la ira burbujeando dentro de él.
—No podemos dejar que se salga con la suya, dijo Alejandro con determinación. —Tenemos que reconstruir y seguir adelante. No puede ganar.
En ese momento, varios habitantes del pueblo que estaban en el restaurante se acercaron al grupo, habiendo escuchado la conversación.
—Nosotros ayudaremos, dijo uno de los hombres, un pescador local de rostro curtido por el sol. —Ese puerto es tan nuestro como suyo. No dejaremos que Torres nos lo arrebate.
—Cuenten conmigo también, dijo una mujer, que trabajaba en la panadería del pueblo. —Juntos somos más fuertes.
Laia sintió una oleada de gratitud hacia sus vecinos. Se dio cuenta de que no solo estaban luchando por un puerto o un restaurante, sino por su comunidad, su hogar.
—Gracias a todos, dijo Laia, su voz quebrada por la emoción. —No saben cuánto significa esto para nosotros.
Alejandro tomó la mano de Laia, apretándola con fuerza.
—Reconstruiremos el puerto y defenderemos este pueblo, dijo Alejandro con firmeza. —No estamos solos. Torres no sabe con quién se ha metido.
—Juntos lo lograremos, dijo, mirando a los rostros decididos que la rodeaban. —Por nosotros, por nuestras familias, y por el futuro de este pueblo.
Marisa, preocupada por los últimos acontecimientos, decidió llamar a Nicolás. Necesitaba compartir lo que había pasado con alguien que también tuviera un interés personal en detener a Sergio Torres.
Se apartó un poco del bullicio del restaurante, buscando un rincón tranquilo en la pequeña oficina. Marcó el número de Nicolás y esperó mientras el tono de llamada sonaba repetidamente. Finalmente, la voz familiar de Nicolás respondió al otro lado de la línea.
—Marisa, ¿qué pasa? preguntó Nicolás, con un tono preocupado.
—Nicolás, es un desastre, dijo Marisa, tratando de mantener la calma. —Las obras del puerto han sido saqueadas. Herramientas robadas, materiales destruidos... todo apunta a tu padre.
—Maldita sea, murmuró Nicolás con rabia contenida. —Sabía que haría algo así. No se detendrá ante nada para conseguir lo que quiere.
—¿Qué podemos hacer? preguntó Marisa, desesperada. —No podemos permitir que gane. El pueblo está unido, pero no sé cuánto más podrán aguantar.
—Tranquila, Marisa, respondió Nicolás con un tono más suave. —Estoy con el abogado que nos está ayudando a reunir pruebas contra él. Hemos conseguido bastante información incriminatoria, pero necesitamos un poco más de tiempo para asegurarnos de que todo esté bien atado. Si nos apresuramos, podríamos arruinarlo todo.
—¿Qué tipo de pruebas tienen? preguntó Marisa, con curiosidad.
—Hemos conseguido registros de sobornos, transacciones ilegales, y algunos testigos dispuestos a declarar en su contra, explicó Nicolás. —Pero necesitamos algo más contundente, algo que no pueda refutar. El abogado cree que con un poco más de tiempo lo tendremos.
Marisa suspiró, sintiendo una mezcla de alivio y frustración.
—Es bueno saber que están tan cerca, dijo. —Pero mientras tanto, él sigue haciendo lo que quiere. Tenemos que aguantar.
—Lo sé, dijo Nicolás con un tono de comprensión. —Pero cada movimiento que hace solo lo incrimina más. Cada vez que actúa, nos da más munición para usar en su contra. Dile a Laia y Alejandro que resistan un poco más. Lo tenemos casi acorralado.
—Les diré, respondió Marisa, con una renovada determinación. —Gracias, Nicolás. Realmente espero que podamos detenerlo de una vez por todas.
—Lo haremos, Marisa, aseguró Nicolás. —Y cuando esto termine, hablaremos de nosotros. No quiero perderte de nuevo.
Marisa sintió una punzada de esperanza en su pecho. Aunque los desafíos eran grandes, sabía que había una luz al final del túnel.
—Primero acabemos con esto, dijo Marisa, tratando de mantener la concentración. —Luego veremos qué pasa con nosotros.
—De acuerdo, cuídate y mantente fuerte. Pronto terminaremos con esta pesadilla.
Editado: 19.08.2024