Era una tarde soleada y cálida, perfecta para esperar a que Esperanza saliera del jardín escolar. Laia, con su abultada panza de casi nueve meses, estaba apoyada contra la valla de madera blanca que delimita el jardín. Observaba cómo los niños jugaban y reían en el patio mientras esperaba que su pequeña terminara sus actividades. Su rostro mostraba la serenidad de alguien que había experimentado la alegría y los desafíos de la maternidad, pero también la anticipación de lo que estaba por venir.
De repente, sintió una punzada aguda en su abdomen. Al principio, pensó que era solo una molestia pasajera, algo común en su estado avanzado de embarazo. Sin embargo, cuando la contracción se repitió, mucho más fuerte y persistente, Laia supo que algo no estaba bien. Una sensación de urgencia la invadió; las contracciones no eran normales. Estaba en la fecha prevista para el parto, pero el dolor le indicaba que ya no había tiempo que perder.
Laia tomó una respiración profunda, tratando de mantenerse calmada. Miró a su alrededor, buscando algún rostro conocido, algún padre o madre que pudiera ayudarla, pero todos estaban ocupados con sus propios hijos. Sintiendo una nueva ola de dolor, esta vez más intensa, decidió que lo mejor era llamar a Alejandro de inmediato.
Sacó su teléfono con manos temblorosas y marcó el número de Alejandro. Mientras esperaba que atendiera, su mente estaba nublada por la ansiedad y la emoción. Este era el momento, el momento en que su familia crecería, pero no estaba preparada para enfrentarlo sola.
Alejandro respondió rápidamente, su voz tranquila y concentrada. —¡Hola, amor! ¿Todo bien con Esperanza?.
Laia luchó por mantener la calma, pero el dolor la obligó a apretar los dientes mientras respondía. —Alejandro… estoy en la puerta del jardín… las contracciones han comenzado… creo que… es hora.
Del otro lado de la línea, Alejandro sintió que su corazón se aceleraba. De inmediato, dejó todo lo que estaba haciendo. —¡Voy para allá, Laia! No te muevas de ahí, llegaré lo más rápido que pueda.
Laia asintió aunque sabía que él no podía verla. —Por favor, date prisa… esto está avanzando rápido…
Colgó el teléfono y trató de mantenerse firme, apoyándose en la valla mientras sentía que otra contracción se acercaba. Miró hacia el jardín, buscando a Esperanza, que aún no había salido, y su preocupación aumentó. Necesitaba estar en el hospital, pero también tenía que asegurarse de que su hija estuviera segura.
Un par de minutos que parecieron eternos transcurrieron antes de que Alejandro llegara al jardín, con el rostro tenso por la preocupación. Bajó del coche casi sin apagar el motor y corrió hacia Laia, envolviéndola en sus brazos para darle apoyo. —Estoy aquí, amor. Vamos, vamos a llevarte al hospital, dijo con determinación, aunque la preocupación en su voz era evidente.
En ese preciso instante, la puerta del jardín se abrió y un grupo de niños salió, entre ellos, Esperanza, que corrió alegremente hacia su madre al verla. —¡Mamá! ¡Mamá! gritó feliz, pero se detuvo al notar la expresión preocupada de su padre.
Alejandro, con un brazo alrededor de Laia y el otro sosteniendo a Esperanza, intentó tranquilizarla. —Cariño, tu hermanito o hermanita está por llegar, tenemos que ir al hospital ahora mismo, dijo suavemente mientras intentaba no asustar a la pequeña.
Laia, a pesar del dolor, sonrió a su hija y le acarició la cabeza. —Todo va a estar bien, mi amor. Papá y yo vamos a ir al hospital para que tu hermanito nazca.
Esperanza asintió con los ojos grandes y llenos de curiosidad. — ¿Ahora mismo, mamá? ¿Hoy voy a tener un hermanito?
Laia asintió mientras Alejandro rápidamente la ayudaba a entrar en el coche. —Sí, hoy es el gran día, dijo con una mezcla de esfuerzo y amor.
Alejandro se apresuró a asegurar a Esperanza en su asiento y luego se dirigió al volante, con su mente enfocada en llevar a su familia al hospital lo más rápido posible. Mientras avanzaban por las calles, con Laia respirando profundamente y Esperanza haciendo preguntas emocionadas sobre el bebé, Alejandro se dio cuenta de que estaba a punto de comenzar un nuevo capítulo en sus vidas, uno que, aunque desafiante, estaría lleno de amor y unión.
Al llegar al hospital, Alejandro aparcó lo más cerca posible de la entrada de urgencias y salió apresuradamente del coche para ayudar a Laia. Su corazón latía a mil por hora, no solo por la preocupación por su esposa, sino también por la emoción de saber que pronto conocerán a su nuevo bebé. Con cuidado, ayudó a Laia a salir del coche mientras ella intentaba mantenerse calmada entre contracción y contracción. Ambos se apresuraron hacia la entrada, gritando por un médico.
—¡Por favor, necesitamos un médico! ¡Mi esposa está en trabajo de parto! exclamó Alejandro, sosteniendo a Laia por la cintura mientras se apoyaba en él para caminar.
Justo cuando atravesaban las puertas automáticas del hospital, escucharon otra voz familiar gritando también por ayuda. —¡Necesitamos un médico! ¡Mi esposa está a punto de dar a luz! Era Nicolás, y a su lado estaba Marisa, sentada en una silla de ruedas con una expresión que mezclaba dolor y determinación. Estaba claro que ella también estaba en pleno trabajo de parto.
Laia, a pesar del dolor, no pudo evitar soltar una carcajada entre jadeos al ver a su amiga. —¡Marisa! ¡Ni en esto puedes dejarme ganar, ¿verdad?! Parece que hasta en dar a luz estamos compitiendo, bromeó Laia, con una sonrisa que iluminó su rostro a pesar de la situación.
Marisa, aunque claramente concentrada en sus propias contracciones, sonrió de vuelta con dolor y humor. —¡Ya sabes cómo somos! Si una va, la otra la sigue… ¡No vamos a dejar que ninguna se adelante!
Nicolás y Alejandro se miraron con sorpresa y, al darse cuenta de la coincidencia, no pudieron evitar reír también. Ambos hombres estaban nerviosos, pero la situación había tomado un giro inesperado y casi cómico. —¿Quién iba a decir que terminaríamos así? Parece que nuestros hijos están destinados a ser tan unidos como sus madres, comentó Nicolás con una sonrisa nerviosa.
Editado: 19.08.2024