Sacrificio

Cuadragésima Tercer Ofrenda: Desencanto

Frente a la estatua de Dandy en el palacio celeste, un círculo mágico fue dibujado de la nada, cuyo resplandor llenó la sala y manifestó a Annia y Mergo en su centro, todavía el hombre puesto sobre las manos de la mujer que trataba de auxiliarlo por las múltiples heridas que seguramente aquel tenía.

Al darse cuenta de donde estaban, Annia miró extrañada a la estatua de Dandy, misma que se hallaba bastante fracturada, al punto de casi caer a pedazos. También, desde dentro de la misma, se manifestaba una extraña luz multicolor que se encendía y apagaba parecido a un palpitar, escuchado un sonido extraño de donde provenía dicho destello.

Las braceras, colocadas alrededor de la figura y sobre el mismo podio, se hallaban todas encendidas con llamas sagradas de diferentes tipos. Como ya lo habían deducido, aquellas eran de color rojo, amarillo, verde, azul y morado, por lo que, en teoría, el trabajo estaba terminado. No obstante, parecía que no era suficiente.

—Ya está listo. ¡Dandy, por favor, aparece! —alegó la mujer al observar la escena, sin respuesta alguna ante dicha petición—. Las braceras están encendidas, los monstruos derrotados. ¿Qué significa esto? ¿Por qué Dandy no aparece? ¿No era lo que iba a pasar? ¿Para qué fue todo esto entonces? —Se preguntaba la cazadora, desesperada, con pocas fuerzas.

—Algo más debemos hacer…

—¿Qué Mergo? Hemos viajado por todo el mundo, peleado batallas que eran sentencias de muerte y perdido gente en el camino. Justo hoy miles de personas murieron a causa del último Tenebrarum. ¿Todavía hay que hacer más? —preguntó la pelirosa con lágrimas en los ojos—. ¿Qué debemos hacer ahora?

—Primero, deben sanar —comentó una voz en el fondo, observado quien habló por ambos.

—Señor alcalde —emitió débil Mergo, enviado uno de los subordinados del Soriteles a la aldea para que trajera a unos curanderos, ayudados los cazadores por las personas restantes.

—Han hecho un trabajo increíble. Lograron su misión y me alegra que hayan podido llegar aquí con facilidad. Sabía que era cuestión de tiempo para volvernos a encontrarnos —aseguró el hombre, tranquilo.

—¡Qué importa! Dandy no apareció. Sólo obtuvimos una estatua aparatosa y un montón de llamas inútiles —explicó Annia, molesta.

—No es así. Estoy seguro que nos falta algo sencillo por hacer. Mientras descubrimos qué es, lo ideal es que se recuperen. Luego de eso, estoy seguro que sabremos qué traerá a Dandy de vuelta —sugirió el hombre, escuchado un suspiro de la mujer al darse por vencida por el momento, atendida por los presentes y llevados todos a otra sala, lejos de la estatua, pues ambos se negaron en bajar al pueblo.

Pasó la tarde y los extranjeros fueron tratados de sus heridas, vendados y alimentados para favorecer la curación, llevados a la cama una vez terminada la ingesta.

Al día siguiente, el alcalde y los pueblerinos se dieron a la tarea de ir a la biblioteca del palacio celeste para ver si podían encontrar un texto que les ayudará, a la par que Annia cuidaba de su amigo, que continuaba en un mal estado.

Cerca de medio día, Mergo despertó, abatido y con algo de dolor, listo para, al menos, poder colocarse sentado ahí donde descansaba, en una cama improvisada hecha con heno y una manta.

—¿Dónde están todos? —cuestionó el tuerto, observada su amiga que poseía un brazo vendado.

—Investigan en la biblioteca. Desde temprano han tratado de hallar algo que nos diga qué hacer.

—¿Qué le pasó a tu brazo?

—Me lo disloqué en la batalla. Ya me lo había acomodado, mas el dolor persistió, incluso luego de curarlo. Me recomendaron no moverlo, así que me le pusieron unas vendas.

—Menos mal —dijo aliviado el hombre, observado el cielo claro del mundo, intrigado—. Ya no hay oscuridad en el firmamento.

—No. De hecho, se ve todavía más claro que antes.

—Sí, lo conseguimos. Dudo que los noxakos puedan siquiera salir con tanta luz.

—¿Crees que podremos despertar a Dandy? —preguntó Annia, desilusionada.

—¿Por qué dices eso?

—Tal vez él se sacrificó. La historia que nos contó Danielle lo sugiere. Pero, ¿por qué? ¿Qué fue lo que hizo además de dejar esas cosas sueltas? La última de ellas estaba convencida de poder crear un apocalipsis.

—¿Qué es eso?

—El fin de nuestra raza —aclaró Annia, triste—. Según los creacionistas, el apocalipsis es una especie de juicio sobre la humanidad que terminará por extinguirla. Es voluntad divina, así que no hay nada qué hacer.

—Lo detuvimos, ¿no?

—¿Y sí no fue así? —Dudó la mujer, provocado lo mismo en su amigo. —La energía de los orbes desapareció, y creo que ahora sí es para siempre. Hubo un temblor de magnitudes catastróficas que sabrá el Creador qué tanto dañó nuestro mundo. Suena a que todo terminará pronto. —Temió Annia, cuyas palabras sonaban a resignación.

—No digas eso. Te estás adelantando un poco a los hechos. Veamos qué sucede una vez que regresemos a Dandy —propuso Mergo con una ligera sonrisa.

—Mejor cuéntame: ¿Qué pasó en la isla Yubime? —La cuestión hizo que la faz del tuerto pasara de una alegre a otra triste, apenado.

—Perdona por haberlo ocultado. Temía que no me creyeras o me vieras diferente, que me quisieras matar por ser tterim. No sabía quién había atacado la isla o por qué, y cuando escuchaba a la gente de Nwarvus hablar de eso, de cierta forma, sonaban aliviados de la caída de nuestra tribu —comentó molesto el isleño.

—Está bien. Sé que mucha gente en el mundo despreciaba el lugar por las supersticiones alrededor de aquel. Mas yo no tengo ningún tipo de problema con que seas un tterim. Sigues siendo mi mejor amigo sin importar qué, Mergo —aseguró la chica, cosa que le llenó de calidez el corazón al tuerto.

—Gracias, y bueno. Primero que nada, quiero que sepas un poco de mí y mi familia —expresó sin más, observada su arma antes de iniciar—. La Palkelenber es una herencia importante. Años antes de aparecer los noxakos, la isla Yubime se dividía en dos religiones. Los Palkerim y los Diarrrim, quienes vivían en el norte de la isla y en el sur, respectivamente. Mi familia perteneció por generaciones al segundo, y durante mucho tiempo, habían convivido en paz con los norteños, compartido el templo del que habló tu tío en Qwinbakvus.




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