Sacrificio

Última Ceremonia: Finis

La extraña figura, regia y poderosa, descendió desde el cielo de manera grácil, hasta que la punta de una de sus piernas tocó de forma delicada la base donde se supone que la Palkelenber debería ir, postrado ahora sobre este sitio, cuya apariencia dictaba se trataba de alguien relacionado con el arma o la bestia del espacio.

—¿Quién eres tú? ¿Qué le pasó a la Palkelenber? —preguntó Mergo, extrañado, observado por sus aliados, pues estos entendían qué es lo que había ocurrido.

No te engañes, Mergo. Sabes muy bien que yo soy el arma legendaria Palkelenber —respondió el sujeto, serio—. Durante todos estos años he esperado mi regreso al templo, de donde nunca debí salir. Aunque esto marca mi retiro y el inicio de una nueva arma que defienda Vusaendal de la amenaza de los Diarr luxnobaris. La era de un nuevo guardián está por comenzar y todos ustedes serán presente de ello. De un hecho histórico y sagrado —aseguró el extraño, lo que impresionó a los presentes, mas no a Mergo, quien parecía confundido.

—No, esto no es posible. ¿Cómo es que…? ¡Mi abuelo te forjo! Entonces, él sabía sobre los nox…

Tu abuelo, Ebrietis, no era un herrero —interrumpió el arma, sin perder la postura—. Fue siempre un niño mimado y ambicioso que rompió las normas de las tribus y las bestias sagradas para su propio beneficio, lo que ocasionó todo este desastre que hay en nuestro querido Vusaendal. —Las palabras dichas dejaron anonadado al tuerto y espantados los demás de oír eso.

—¿Cómo lo sabes? —cuestionó Annia, tranquila.

Puedo ver dentro de las mentes de quienes me empuñan. Mergo, cuando era pequeño, robaba los caramelos de su vecina, porque ella era egoísta y no le gustaba compartirlos, aunque su madre le pedía hacerlo. Lo hacía para repartirlos entre sus hermanos y luego jugaba con ellos antes de la puesta de sol. —Lo declarado provocó al tterim soltar una lágrima de su ojo, recordados aquellos momentos con gran claridad. —Te mintieron desde pequeño. Ebrietis les mintió a todos sus hijos, hermanos y amigos. Fue un niño envidioso e incorregible desde temprana edad, mimado por su madre, Yharma, la cual le repitió una y otra vez desde pequeño que, a pesar de ser el séptimo hermano, la vida lo había preparado para cosas grandes, que estaba destinado a ser más de lo que él pudiera imaginar. Sin saber que eso alimentó al monstruo en el que se convirtió de adulto —contaba el arma, cuyas palabras se volvieron imágenes para quienes lo escuchaban atentamente.

«Cuando Ebrietis III cumplió los veintiún años, su hermano mayor, Maxike CCXVIII, asumiría el liderazgo de la tribu después de su padre, Kaharam, quien se encontraba muy enfermo debido a su vejez.

Maxisik, nombrado como uno de los lideres más nobles y justos de todos los tiempos. Aquel ancestro no tenía comparación alguna con otro que haya vivido antes o después de él, por lo que era un honor llevar su nombre, y era eso lo que le inspiró al hijo mayor de Kaharam ser muy querido y respetado por todos los Diarrrim, pues el hombre era generoso, firme y honrado, reflejo de cada uno de los que estuvieron antes que él, y era eso lo que le generaba mucha paz a la mayoría de los más viejos, pues sabían que llevaría a su gente a una era longeva de armonía como lo había sido por más de 10000 años ya.

Por desgracia, ver el claro ascenso de su hermano, y la atención que ahora tenía sobre él, sólo generó celos y rencor en el corazón de Ebrietis, quien deseaba con todas sus fuerzas ser quien tomara dicho puesto. Aunque para ello, debía ser nombrado por su padre o hermano. Otra opción es que toda su familia muriese y él ser el único sobreviviente, o que Maxike le pasara el mando al siguiente y así hasta llegar a Ebrietis, cosa que era prácticamente imposible.

Todas esas ideas rondaban por la cabeza del hombre. “¿Qué debo de hacer para que mi padre me nombre a mí su heredero?”, “¿cómo puedo convencer a todos de darme el lugar que merezco?”, “¿habrá una manera de asesinarlos sin que los demás sepan que fui yo quien lo hizo?”, entre otras preguntas que Ebrietis no dejaba de lucubrar.

Fue entonces que el día de dar ofrendas en el altar llegó. Los Diarrrim acostumbraban dejar los más bellos y jugosos frutos junto con inciensos y pescado bien cocinado al pie del templo, todo ya preparado para ser entregado por Kaharam, la cual sería su última ofrenda y anuncio a su heredero para tomar su puesto.

Al santuario, donde ahora nos encontramos, fueron las sacerdotisas y los monjes de ambas tribus, acompañados de los lideres y familias como es costumbre en un cambio de liderazgo, puestos frente a frente las actuales cabezas, aunque le costó mucho a Kaharam hacer esto, lo logró, entregada su ofrenda al pie del templo junto al otro hombre.

—¿Ya listo para dejar el puesto, señor Kaharam?

—Sí, Melesy. Mi hijo, Maxike CCXVIII, será quien tome el mando como dicen nuestras tradiciones —explicó el hombre, orgulloso de hacer pasar a su hijo al santuario, pues sólo los monjes, sacerdotisas y lideres entran a éste.

Maxike, encantado y temeroso, accedió al lugar por primera vez, hecho una reverencia ante el líder de la otra tribu que le ganaba por al menos veinte años.

—Llevas el nombre de una persona muy importante, Maxike, así como mi hijo menor, mi propio heredero, lleva el de nuestro gran protector. No nos decepciones, pues tu padre, inclusive con sus ciento cinco años, sigue siendo un gran y fuerte líder —comentó Melesy, serio y orgulloso, respondido por Maxike, quien estaba honrado de dichas palabras.

—Haré honor a mis ancestros, mi gente y nuestras tradiciones, líder Melesy. Nos aguarda otra era de paz entre nuestras tribus —aseguró el heredero, tomados los antebrazos de ambos en signo de confianza y alianza, paz para la isla Yubime y sus habitantes.

Las familias celebraron dicho acontecimiento ahí donde estaban, tranquilas y alegres, observado el templo por Ebrietis todo el tiempo, como si algo dentro de él le dijera que debía entrar en aquel recinto, que su interior era la respuesta a sus problemas.




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