Recién dos noches después, el Teniente Mew decidió que debía conciliar el sueño sin tener a su lado a Gulf.
Gulf quería quedarse pero Mew, apenas se dio cuenta del cansancio de su cuidador, trató de convencerlo de que estaba mejor.
Por supuesto era una mentira. El Teniente Mew sentía terror de quedarse dormido. Pero un sentimiento de culpabilidad lo atravesó desde que notó las ojeras de Gulf mientras éste le ayudaba a beber un poco de sopa.
La herida de la pierna le dolía, los cortes y las esquirlas en los brazos y en su rostro también le dolían. Pero le dolía más, y se sorprendió de sí mismo al descubrirlo, que aquel cuidador no pudiera descansar de noche, unas pocas horas, por su culpa.
Porque Mew era conciente de que no era al único herido que Gulf tenía que cuidar. Una media de docena de cuerpos convalecientes, temblorosos, dependían de sus cuidados.
–¿Seguro que no necesita que me quede un rato con usted?– Gulf realmente deseaba quedarse– Puedo hacerle compañía hasta que se quede dormido.
–No tengo sueño...– dijo Mew en un susurro.
Gulf sintió el dolor en su voz. Y se preocupó.
–Sus heridas están bien, Teniente. No se debe preocupar...
–Son otras heridas las que me preocupan...– inconscientemente estrujó entre sus dedos una carta que había recibido esa misma tarde.
–Estoy aquí, para escucharlo.–le susurró Gulf acercándose más a él.
Sentado al borde de una silla, su rostro estaba muy cerca del de Mew. Hablaban en voz muy baja para no molestar al resto de las camas. Algunos dormían agitadamente, otros leían a la luz de sus candiles.
Mew miró a Gulf fijamente. No sabía si era correcto hablarle de cosas tan personales. Pero en medio de aquella duda, el rostro de su amigo Samuel se le vino a la cabeza y con ese rostro, las infinitas cartas contándole sobre ese Gulf que ahora estaba allí con él, y entonces se aclaró la voz. Pero cuando estaba decidido a hablar, un sollozo desgarrador les llegó desde la cama del rincón.
Gulf se levantó apresuradamente y en la semi-penumbra, se fundió en un abrazo con aquel soldado que acababa de despertar de una pesadilla.
Mew los observaba en pétreo silencio. Observaba cómo los brazos de Gulf arrullaban a ese pobre ser humano que temblaba y llorisqueaba como si fuera un niño pequeño e indefenso y no como lo que realmente era, un Sargento con dos medallas al Mérito, y tres dedos y una pierna menos.
Mew palideció ante las manos de Gulf que acariciaban la cabeza rapada de aquel soldado con un amor y una entrega que jamás había visto antes.
Mew se estremeció al escuchar la voz increíblemente suave y sostenida de Gulf que ahora tarareaba una canción de cuna. Melodía que se extendió al resto de las camas, haciendo que poco a poco las luces comenzaran a extintinguirse y que los sollozos se aplacaran y que los cuerpos dejaran de temblar y se rindieran con un poco menos de temor al necesitado sueño.
La canción de cuna siguió durante un tiempo , aunque desafinada pero extremadamente humana y dulce. Y luego, cuando Gulf pasaba en silencio cerca de la cama de Mew para retirarse a dormir, la mano urgida del Teniente lo detuvo. En silencio lo atrajo hacia él.
Gulf se acomodó en un costado de la cama, lo envolvió entre sus brazos y depositó un suave beso en la frente de Mew, quien al ritmo del corazón de aquel cuidador se fue quedando dormido.
Fue aquella noche, la primera vez que las pesadillas no pudieron torturar a aquel Teniente, desde que la guerra maldita había comenzado.