Safe and Sound

Epílogo

Gulf no sabía si sentirse aliviado. 

¡Tantas veces había soñado con el fin de la guerra! Y ahora que parecía por fin ser cierto, se daba cuenta de que por primera vez en muchos años no sabía que iba a pasar con él.

Hacía exactamente tres meses que había visto a Mew por última vez. No le habían permitido despedirse. Su padre, usando todas sus influencias, había logrado llevárselo a su casa de campo para que continuara su convalecencia allí. Y Gulf no tuvo más noticias.

Mew jamás le respondió ninguna de las cartas que Gulf le envió.

Bois Abby se había ido vaciando de a poco, y ahora con el fin oficial de la guerra, volvía a ser lo que había sido siempre: la mansión de una familia nobiliaria.

Todas las enfermeras serían reubicadas y los cuidadores, si tenían suerte, recibirían ofertas de trabajo o al menos una recomendación.

Una semana después, solo quedaba Gulf. Un pequeño bolso y una nota con una dirección que representaba su nuevo empleo.

No esperaba una recomendación pero al parecer alguien lo había hecho, porque lo solicitaban a él expresamente. 

Viajó tres horas en tren sin prestar demasiada atención a nada. Y recién al bajar en la estación marcada en el pequeño mapa, se dio cuenta... Era la misma dirección a la que había enviado decenas de cartas.

Sintió pánico y tuvo el impulso de alejarse corriendo. ¿Y si era una trampa? Otros habían muerto por ser como era él...

Pero entonces una voz familiar lo llamó desde varios metros. Gulf podía reconocer aquella voz en cualquier parte del mundo.

–¡¿Samuel?!

Samuel, alto, atlético, recuperado aunque con varias cicatrices en lo que antes había sido un rostro atractivo, pero con una sonrisa franca y amigable, se acercó a él y lo abrazó con fuerza.

Gulf sintió que aquel abrazo lo reconfortaba. Y luego, mientras caminaba a su lado, entendió mejor todo aquello.

–Haz sido tú quien me ha recomendado como chofer...

Samuel sonrió pícaro.

–Estarás a prueba. Hoy habrá un evento especial...y después veremos... Además te lo debía. Tú has hecho tanto por mí al cuidarme. Y luego, con tus cartas asiduas me has mantenido en alto el espíritu. Me has hecho la vida más fácil. Jamás permitiría que terminaras en la calle o que no tuvieras para comer.

Gulf se mordió el labio y miró para otro lado, buscando disimular sus ojos húmedos. Un automóvil recién salido de fábrica los esperaba al final del camino.

–Tú conduces y yo te guío...

–¿Has dicho...un evento especial?

–Así es...–la seriedad de Samuel lo hizo estremecer– Una boda...

Gulf se quedó clavado donde estaba y notó que el pánico volvía a apoderarse de él.

–¡Vamos , soldado! Porque eras un soldado antes de ser enfermero, ¿no?

Gulf sentía la boca seca.

–Has vivido en las trincheras, te has enfrentado al fuego enemigo,  has visto a hombres quemados, mutilados, has visto morir a otros soldados entre tus propios brazos... ¡No empezarás a ser cobarde ahora! ¡Enfrenta la vida!

Gulf sintió su rostro empapado. Y un sentimiento de culpa y vergüenza comenzó a invadirlo. Comparado a muchos de los soldados que había conocido, él era un privilegiado.

Sabía que reparar los daños de aquella guerra no iba a ser sencillo y que muchos no tendrían su suerte, la suerte de ser recomendados para un trabajo. Muchos comerían de la basura o vivirían el resto de sus vidas mutilados o abandonados. O locos y desquiciados por los traumas...

Samuel sonrió otra vez cuando vio a un Gulf determinado subierse al automóvil. Pero no sabía que la determinación de Gulf no tenía que ver con el trabajo sino con la idea de ver a Mew una última vez.

Diez minutos después, un camino de tierra se abrió ante ellos y una enorme casa de campo mostrándose en todo su esplendor los recibía justo cuando la tenue luz del atardecer lo teñía todo de rojo y dorado.

Gulf tembló al ver al General, el padre de Mew, acercarse a él cuando descendió del automóvil. Gulf lo saludó torpemente haciendo la venia , intimidado por su mirada glacial. El General le hizo una seña para que lo siguiera sin dirigirle ni una sola vez la palabra.

A Gulf no se le escapó el hecho de que antes de alejarse, lo había mirado con el ceño fruncido de pies a cabeza. Temblando, Gulf se percató de que no iban hacia la casa sino hacia uno de los jardines que se abrían majestuosos en un costado de la construcción.

Casi cien personas, invitados pensó Gulf, cuchicheaban entre sí ubicados en asientos forrados de seda blanca y grandes moños azules, separados por un amplio camino de césped verde en el medio. Camino que acababa en un altar bajo, blanco, rodeado de un arco de rosas amarillas naturales.

Un hombre de espaldas a la gente, vestido con una larga túnica morada, arreglaba algo sobre el altar y parado a su lado, majestuosamente vestido con traje blanco inmaculado que lo hacía verse más atractivo que nunca estaba...

–Mew...–susurró Gulf perdiendo el aliento.

El General le ordenó a Gulf que se detuviera y se acercó al altar a paso presuroso.

–Estimada familia y estimados amigos...–pronunció y todos de inmediato guardaron silencio.

El General respiró profunfamente. Se tomó unos segundos para mirar a todos y luego dijo:

–La guerra nos ha quitado muchas cosas. Demasiadas. Nos ha quitado nuestras casas...–declaró mirando a dos personas a su derecha que asentían con tristeza– Nos ha quitado a nuestros seres queridos...– y buscó con la mirada a otras parejas sentadas más atrás– Nos ha quitado mucho. Pero también...nos ha dado... Nos ha dado lecciones. Estuve en muchas guerras, he peleado innumerables batallas pero nunca había estado a punto de perder a uno de mis hijos para siempre.– y entonces levantó la vista y miró a Mew, parado a su lado– Esta guerra me ha enseñado la lección más valiosa de todas: lo único que puede salvar nuestros cuerpos y nuestras almas es el Amor. El Amor ha salvado a mi hijo. El Amor verdadero, puro, desinteresado ha arrancado a mi hijo de las garras de la muerte.–dijo el General y entonces señaló a Gulf.




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