Conocí a Louis hace más de quince años.
Recuerdo ese día como si hubiese sido ayer...y es que tampoco me canso de recordarlo... Es que fue tan ¡Tan...! Tan único ¡Sí! Único es la palabra correcta...
Yo tendría seis años y él cinco. Su familia se había mudado desde Turku a Helsinki por razones que la verdad desconocía y no me había atrevido a preguntar. Ya que yo ni siquiera sabía porque mi familia había decidido dejar Tampere si estábamos tan cómodos en mi ciudad natal... pero ¡En fin! hasta ahora agradezco que eso haya pasado ya que si no: No hubiera conocido a Lou.
Él era más alto que yo a pesar de que yo era mayor que él, tenía unos ojos grises desinteresados pero a la vez ávidos de investigación y cuando le hablaban respondía con una gran, brillante y amable sonrisa que me paralizó desde el primero momento en el que la vi. A pesar de ser tan pequeño, era tan interesante a su manera que yo simplemente Me dije en ese momento emocionado "¡TENGO QUE SER SU AMIGO!" hasta temblar de la emoción por jugar con él a las escondidas, carreras y exploraciones ¡Ya no veía la hora en la que pudiera compartir de mi merienda con él!
Ni siquiera me dieron celos que mamá le haya regalado un paquete de mis galletas dándole la bienvenida al vecindario: Éramos sus vecinos directos ya que nuestros patios se conectaban.
Recuerdo que Lou le regaló una sonrisa a mi madre y corrió a su casa a decirle a su padre lo que le habían dado mientras su madre se quedaba hablando con la mía y yo, inquieto sólo esperaba porque él volviese: Cosa que no sucedió de nuevo por ese día.
Tras diez minutos de aburrida charla entre nuestras madres, la mía me ordenó que volviéramos a casa, que ya lo conocería mañana y yo le obedecí en todo ¡En todo! de hecho, me lavé los dientes en la noche sin que me lo dijera y me comí los vegetales sin replicar ¡Yo no quería que nada me impidiera conocer a Louis al día siguiente!
Así que esa noche me fui a dormir con ese pensamiento... Louis sería mi amigo. Pero no fue eso lo que sucedió: Ya que a las nueve de la mañana, cuando salí apresurado al despertar y asomarme en la ventana, le había visto sentado en la acera frente a su casa muy concentrado en algo.
Me coloqué mi chaqueta y me salté el desayuno sólo por ir a hablarle: ¿Mi sorpresa?
Estaba jugando con una consola portátil. Y no, ese no fue el problema, el meollo de todo era que cuando me acerqué a saludarle él sólo me miró por medio segundo y tras volver a su juego sólo se limitó a responder a mis preguntas con gestos leves:
— ¡Hola! — saludé animado.
— Hola...
— Soy Jamie, ¿Cómo estás?
— Bien...
— ¡Ah! Yo también.
— Mmmm...
— Y... ¿Dejaste amigos en tu antigua casa? —pregunté con la esperanza de tocar algún tema que le resultase más interesante que ese estúpido juego que desde ya estaba odiando.
— Umjum.
— ¿Muchos?
— Nah...
— ¿Y te despidieron? —seguí insistiendo sin borrar mi sonrisa.
— Nop.
— ¿Cómo se llaman?
— Sólo Gabriel.
— ¿Y no le extrañas?
Ésta vez sólo se encogió de hombros y continuó con su juego.
Yo decidí que mejor lo intentaría otro día. Él no podía pasarse toda la semana con ese aparato, era humanamente imposible... ¿O no?
Para mi desgracia: No, no era imposible porque para volver a hablarle: Tuve que esperar a que ingresáramos a la primaria y aun así no pude más que compartir muy pocos temas de conversación y el 90% de éstos eran sobre clases. En la escuela la maestra prohibía tener celulares o consolas portátiles en el aula...
¿Pero?
Pero tampoco podíamos hablar durante la clase...
Así que nuestros primeros contactos, o mejor dicho, mis primeros intentos de contacto con mi nuevo vecino se convirtieron en un desastre de intentos fallidos que parecían ser infinitos.