Elizabeth tenía razón, el Instituto nos mantenía en una isla que estaba ubicada en alguna parte del mundo y unas horribles bestias estaban más que dispuestas, a destrozarnos a todos y tal vez, la única razón fuera que el Instituto les había robado el lugar para construir el edificio. De todas formas fuese cual fuese la verdadera razón, tarde o temprano la descubriríamos.
Observé los restos de la bestia blanca que estaba a un lado: sus oscuros ojos estaban callados como si el universo entero se hubiera apagado, sus afilados dientes ya no morderían a nadie y sus largas garras ya no desgarrarían más la carne, su pelaje blanco casi bonito ya no sería visto nunca más. Cuando largó su último suspiro, yo había cerrado los ojos porque había matado por primera vez, y privarle la vida a alguien sea quien sea, era como negarse a ver la realidad. Tanto la culpa como la muerte latían en mi mente como si fuesen un propio corazón, lo que causó que un grito brotara de mi garganta. Surgió sin darme cuenta, pero sirvió para desahogarme por un momento.
Cundo volví al Instituto, la noche estaba tan callada que podía oír mis pasos por las baldosas. Mi corazón latía con fuerza y mi respiración se hacía cada vez más rápida. Me recosté contra la pared y dejé que mi cuerpo se resbalara hasta el piso.
En mi cabeza no podía dejar de repetirme que había matado, mis manos estaban manchadas de sangre aunque no podía verlas, sabía que estaban allí y que no las podría borrar jamás, y que cuando los demás me vieran sabrían que era culpable de robarle la vida a alguien más.
Todo se volvía negro a mi alrededor, lo único que podía escuchar esa el sonido ahogado de la bestia cuando la había destrozado.
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Editado: 17.07.2022