El aire en las Profundidades, la vasta red de cavernas y túneles que albergaba la Nación Morfus, era una sinfonía de sensaciones que solo un Morfus podía discernir. No era solo el olor a tierra húmeda y la esencia metálica de su especie, sino también el eco de las vibraciones sísmicas de la tierra, la pulsación colectiva de miles de corazones latiendo en sincronía con el planeta. Para Zabatho, era el aliento mismo de su existencia, el peso de milenios de historia Morfus que descansaba sobre sus hombros.
Desde su trono, una imponente estructura tallada en obsidiana pulida que reflejaba la luz bioluminiscente de las paredes, Zabatho observaba a su gente. Sus ojos, orbes profundos de un ámbar intensamente brillante que parecían contener galaxias diminutas, eran el reflejo de su autoridad y su soledad. Cada Morfus que pasaba sentía la intensidad de su mirada, un escrutinio silencioso que pocos se atrevían a desafiar. Había asumido el liderazgo tras la Gran Contienda, una brutal "pelea de alfas" que había dejado a la Nación Morfus al borde de la fragmentación. Su fuerza y astucia le habían otorgado el dominio, pero también había sembrado semillas de disidencia. Vespera, la anciana matriarca del clan de los Vientos Susurrantes, una Morfus de sabiduría ancestral y un poder telepático sutil, a menudo lo miraba con una cautela teñida de resentimiento, sospechando de su inusual interés por el mundo exterior.
Zabatho era un líder nato, su presencia inspiraba respeto y, a menudo, un temor reverencial. Era más alto que la mayoría de su especie, su complexión esbelta desmentía la inmensa fuerza que poseía. Sus movimientos eran fluidos, casi etéreos, una danza silenciosa que demostraba su control innato sobre su propia forma, capaz de alterar sutilmente su piel nacarada para mimetizarse con las sombras o para intensificar su luminiscencia interna cuando la ira o el poder lo consumían.
Junto a él, o patrullando las vastas extensiones de las Profundidades, se encontraba Rhys, el Jefe de Ejército. Rhys era un Morfus de una escala formidable, incluso para los estándares de su especie. Su musculatura era densa, su altura era tal que incluso Zabatho le resultaba ligeramente inferior. Sus ojos, de un obsidiana pura y sin fondo, transmitían una autoridad silenciosa que igualaba la de su líder, aunque con una furia contenida que Zabatho respetaba y a veces temía. Rhys era el brazo ejecutor de la Nación Morfus, el guerrero más letal y el estratega más brillante. Había sido leal a Zabatho desde la Gran Contienda, pero su lealtad era fría, una obediencia inquebrantable que carecía del calor de la camaradería. A Zabatho le intrigaba Rhys, su estoicismo casi inhumano, su aura solitaria que superaba incluso la propia. No sabía por qué, pero había algo profundamente arraigado en Rhys que lo hacía sentir diferente, una sensación de vacío aún más profunda que la suya.
Además de Rhys, otros guerreros notables y Morfus de linaje acaudalado formaban el círculo interno de Zabatho. Estaba Kael, un Morfus de piel de jade, rápido como el relámpago y maestro en el arte de la infiltración. Kael era el jefe de exploradores, el encargado de mapear los peligros del mundo exterior y los confines de su territorio. Luego estaba Lyra, una hembra Morfus de cabellos oscuros y ojos de amatista, cuya voz resonaba con una potencia sísmica que podía desorientar a un batallón. Lyra era una estratega militar, conocida por su ingenio táctico y su frialdad en la batalla. A su lado, su hermano gemelo, Orion, con ojos de obsidiana y una fuerza bruta que rivalizaba con la de Rhys, aunque sin su misma disciplina. Orion era el encargado de la defensa de los bastiones internos, un guardián inamovible.
También estaban Elara, una anciana Morfus de piel pálida y ojos de ámbar como los de Zabatho, pero velados por el tiempo, quien poseía una sabiduría inmensa y era la consejera principal de Zabatho, la que mantenía vivas las tradiciones antiguas. A su lado estaba Darian, el sanador de la comunidad, un Morfus de complexión más delicada y ojos de jade que irradiaban una extraña calma. Darian era el único capaz de aplacar las convulsiones sísmicas internas de un Morfus cuando su Vínculo del Éter se rompía, aunque nunca podía evitar el resultado final. Finalmente, estaba Thorne, un Morfus astuto y ambicioso, de piel oscura y ojos de obsidiana, quien se encargaba de la recolección de recursos externos, siempre al límite de las prohibiciones impuestas por Zabatho. Thorne era una espina en el costado de Zabatho, constantemente sugiriendo acercamientos más agresivos al mundo humano para beneficio de su especie.
Todos ellos eran Morfus poderosos, pero ninguno había encontrado a su Éter. Esa era la verdad tácita que los unía y los aislaba a la vez. El vacío, la melancolía existencial, era una constante. Y para Zabatho, el vacío era un abismo. No creía en los mitos de Éteres humanos, los consideraba meras fábulas para mantener a los Morfus esperanzados en un amor imposible. Aun así, la curiosidad ardía, una llama pequeña pero persistente que lo empujaba a las fronteras de su mundo.
En la privacidad de su alcoba, un santuario de piedra donde la bioluminiscencia era tenue y acogedora, Zabatho se sentaba entre sus volúmenes prohibidos. No eran pergaminos antiguos ni tabletas rúnicas, sino tomos encuadernados en papel suave, con cubiertas gastadas y páginas amarillentas. Eran libros humanos. Los había "adquirido" a lo largo de siglos de observaciones furtivas, deslizándose como una sombra en los bordes de los asentamientos humanos. Leía sobre sus costumbres caóticas, sus relaciones fugaces, sus pequeños dramas y sus grandes pasiones. La amistad, el amor, la conexión entre ellos... eran un misterio que no lograba descifrar, pero que anhelaba comprender. Deseaba entablar amistad con ellos, sentir esa conexión, pero su instinto de preservación y las leyes ancestrales de su especie se lo prohibían. Nunca había esperado que un humano, menos aún una mujer, pudiera interesarse por un ser como él.