Sal

Capítulo 4.- Encuentro

–Murió alguien–pronunció Alejandro con inocencia al pasar cerca de la iglesia de la plaza principal.

El edificio se extendía ante él al igual que una muralla, y lograba cubrirlo con su alargada sombra, que comúnmente debería dar fe y esperanza, y ahora en su decorado interior no albergaba más que sufrimiento y rencor y de algún modo, esto parecía influir en la sombra proyectada sobre él y un montón de personas más que paseaban cerca. Alejandro no sabía quién era el fallecido, tampoco era como si de verdad le importara. Igual, el ser empático no podía evitarlo por más que quisiera, ver a una mujer llorando mientras un grupo de hombres cargaba el ataúd hacia dentro del templo era una imagen no muy disfrutable, al menos para él, a algunos chismosos cercanos, ajenos a todas las personas allí, miraban desde el quiosco a pocos metros de ahí con notable morbo.

El joven se detuvo un momento debajo de la sombra de metafóricas energías negativas, con las piernas ligeramente adoloridas y la respiración entrecortada. El ejercicio físico jamás ha sido su fuerte, eso les dijo a sus compañeros antes del evento deportivo en que hizo el ridículo al no poder golpear una sola vez el balón de volibol, pero puntos extra son puntos extra a fin de cuentas, tampoco era como si su dignidad estuviese totalmente intacta. ¿Quién había sido el causante de que el altar de día de muertos se incendiara por poner mal una vela? Sólo él lo sabía.

– ¿Supiste lo del rayo? –escuchó el estudiante, dirigiendo su vista a quienes parecían ser un par de compañeras de su salón. Paola, una chica bajita y delgada, con pecas, de cabello castaño con mechas rubias, platicaba con Fernanda, otra compañera, ésta más alta y llenita, con cabello negro.

– ¿Qué rayo? –preguntó con interés esta última.

–Todos transmitieron vídeo en vivo, hasta la maestra Erika–compartió Paola, con una emoción muy fuera de lugar–. En el estacionamiento del súper cayó un rayo hace poco, hasta se sintió un ligero temblor.

Alejandro no se detuvo ni a saludarlas, solamente se dignó a escuchar esas vagas afirmaciones. A paso más calmado reanudó su carrera. ¿Pero carrera hacía qué?

«Hacía él», pensó, pero no fue su voz la que retumbó por los rincones de su cráneo, no. Ésta era más gruesa y hasta calmada.

« ¿Hacía quién?, se preguntó a sí mismo. No tuvo respuesta.

Él lo sabía, solamente quería hacerse el que no. Trataba de retirar esos delirios disfrazados de presentimientos. Aunque si tanto lo deseaba así, ¿por qué seguía adelante? En silencio se maldijo por haber traído botas en vez de tenis, el camino se le hacía insufrible. Por la cabeza se le pasó el raro pensamiento de que si cada persona al morir tuviera su infierno personal, el suyo sería una carrera eterna en la que no pudiera detenerse jamás.

« ¿Cómo será el de Erick?», y de nuevo, alguien más puso las palabras dentro de su cabeza y nuevamente no quiso hallar su significado.

«Lleno de gusanos atravesando su piel continuamente», se respondió.

Fue como un ataque de ansiedad lo que en primer lugar le hizo salir disparado del local sin poder almorzar sus preciadas piezas de pollo bañadas en salsa búfalo. El corazón se le había acelerado, el aire le faltaba, sus nervios estaban al tope, sus manos temblaron, una sensación de que algo bajaba de su garganta al pecho le invadía. Así se sentía la ansiedad. Internamente le dio la razón a su madre por regañarle cuando no tomaba los medicamentos.

Finalmente pisó el freno. La entrada al estacionamiento estuvo clara. Sin embargo parecía haber llegado tarde.

Allí estaba.

« ¿Es él?»

«Es él…»

La figura blanca resaltaba más que nada en el lugar. Detrás de ésta, muchas personas corrían despavoridas después de haber presenciado lo que le hizo a aquel muchacho. Alejandro bajó lentamente la vista, viendo así el montón de sal a un lado del ente. Se mordió los labios, sacándose sangre de una pequeña herida dentro de la boca que tenía por haberse comido un totopo, la ansiedad volvió de golpe y así como así, se echó a correr en dirección al único auto que quedaba a la vista.

La familia ni siquiera vio cuando él llegó, simplemente reaccionaron cuando él ya estaba a un lado de Carlos. El adulto lo miró todavía sin salir de la estupefacción por presenciar lo de hacía apenas unos minutos. Marlene, Norma y el pequeño Alan tampoco. Lo miraban sin realmente mirarlo.

–Tenemos que irnos–ordenó con desesperación–. Suban de una puta vez al auto.

Y luego de estas palabras, el hombre caído del cielo empezó a caminar.



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En el texto hay: apocalipsis, trastornos, profecia

Editado: 10.02.2020

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