Salmo de Exilio

Prólogo

Oro, bronce, plata, diamante, topacio, rubí, esmeralda, lapislázuli, azabache. Eran parte del cántico entonado por las voces de la creación, las que expandían las ondas sobre la superficie del agua dorada.

Nunca se utilizaba la tierra, el agua o el aíre para la formación de los seres celestiales. Eran elementos los cuales el príncipe guardaba con celo.Sin embargo, en esa ocasión, se esmeraba en la perfección de las facciones,de los colores y aromas del nuevo ángel. Utilizando una combinación de minerales que ni siquiera los ancianos conocían.

La hueste angelical estaba reunida alrededor del pozo dorado; una boca redonda que se abría en el suelo, conteniendo profundidades de oro fundido donde se removía por culpa del retumbe de los tambores. La celebración por la llegada del ángel más hermoso jamás hecho.

El príncipe Elohim seguía entonando el canto con su majestuosa voz, que se entrelazaba junto a la percusión, provocando la maduración del cuerpo del ser naciente. Sus manos de piel inconsistente se endurecieron, convirtiéndose en alguien tangible que emergió de las aguas.

La música se aceleró en un arrebato de emoción, todos expectantes ante la salida del incipiente ángel. El dorado líquido se deslizaba por su piel blanquecina y brillante, su cabello era como la mismísima agua, un río de oro que no dejaba de crecer. Estaba a medio salir del pozo, con tan sólo el torso al descubierto, manteniendo los ojos cerrados como si esperara la orden de abrirlos.

Elohim dejó de balancear las manos en el aíre y su cántico llegó a su fin.Un silencio sepulcral invadió la oscura estancia de paredes negras; paredes que reflejaban el infinito. En ese instante el príncipe de ropas blancas y encajes dorados observó con ojos quietos a su nueva creación saliendo a orillas del pozo, escurriendo el oro por su cuerpo desnudo.

—Bueno eres ante mis ojos —dijo Elohim—. Eres bienvenido entre tus hermanos.

Nadie decía nada. Cada uno de los seres ansiaba saber el nombre del incipiente.

—Soy tu origen. Soy el príncipe Elohim, de ahora en adelante me servirás.Serás llamado por las luces de la bóveda, portador de la llama fulgurosa.Así que atiende al nombre de Lucero.

Los ojos del bautizado se abrieron, revelando el intenso azul que se concentraba en sus pupilas. Sus miradas se encontraron, sosteniéndose en búsqueda de un reconocimiento más allá del físico.

Elohim se soltó la inmaculada capa de los hombros para posarla sobre Lucero, cubriendo su desnudez ante los seres que aplaudían ovacionando la escena, emocionados por el nombre que se le había dado al ángel.

—Serás mi escudero y guardador de secretos —le susurró el príncipe al acuclillarse delante de él—. Te había estado esperando desde hacía milenios.

Lucero lo sopesó con la mirada. Las hebras de oro se deslizaban colocándose sobre su rostro.

— ¿Q-quién soy yo pa-para ser su escudero? —masculló Lucero casi imperceptiblemente.

Un aliento perdido.

—Te creé especialmente para ese propósito. Como tú no hay otro igual.—Elohim le apartó el cabello del rostro y ayudándole se pusieron de píe, presenciando la hueste.

Nunca se utilizó la tierra, el agua o el aíre para su creación, pero era primera vez que se aplicaba una combinación distinta de minerales. En muy pocas ocasiones se utilizaba el oro junto con el lapislázuli, y mucho menos se cantaba el topacio antes del rubí. Elohim había elegido hacer algo extraordinario en esa ocasión, conociendo ya el futuro del portador de luz.

El príncipe era su origen, pero también era su final.




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