El canto del viento removía las flamas aguamarinas de los árboles, en la eterna mañana que en esa ocasión se encontraba intensamente clara. Los días preferidos del príncipe; siendo señal de sus escapadas matinales. Nadie lo conseguía adentro, ni en los alrededores del Santo Santuario.
Los sirvientes y guardias estaban en la búsqueda del heredero, yendo por cada recóndito lugar sin tener alguna minúscula pista. Sin embargo, uno delos ángeles conocía los paraderos secretos del venerado príncipe.
Entre el pasillo exterior, cubierto por las sombras de las columnas de piedra blanquecina, una figura esbelta de rasgos agudos caminaba con pasos elegantes que daban la impresión de danzar. El cabello era oro fundido el cual la brisa se gozaba por agitarlo. Y él, reconociendo su belleza, observando la pradera con sus ojos azules.
Las espigas broncíneas sobresalían del suelo, brindando colores que oscilaban hasta el camino al lago espejo, a unos cuantos metros del palacio. El lago de las aguas que desesperadamente robaban las luces de la gran lumbrera.
El ángel de cabellos dorados se detuvo al comienzo de la arena estrellada.Las sandalias de metal bañado en oro blanco se cubrieron de las motas de luz, las vislumbró por un instante, siempre atraído por el cándido cántico. Después se fijó en el árbol de ramas espirales en donde siempre se recostaba el príncipe.
La silueta llena de paz, la boca entreabierta, recibiendo el sabor del campo.Las manos del príncipe se reunían en su regazo, sosteniendo una flor de rubíes; el fuego mermando de ella, débil ante su toque.
—Elohim —masculló el ángel, sin tener como deseo el interrumpir su descanso.
Las manos se removieron y el príncipe giró el rostro, presentando su perfil. La piel de bronce puro, reflejaron las luces al igual que la superficie del lago. Sus ojos dorados apuntaron hacia él y una repentina brisa sacudió sus inmaculadas capas.
—Lucero, ¿es que no dejas de hallarme? Siento cierta necesidad de brindarle nombre a nuestro juego —dijo Elohim volviendo a recostar su cabeza al tronco ennegrecido.
—Le buscan los veinticuatro ancianos, tienen ya mucho tiempo en espera, su majestad.
—Soberanamente impacientes. No se puede evitar su naturaleza.
—Creo que fue por el uso excesivo de la plata en su creación, lo que influyó en su carácter —comentó Lucero dando unos cuantos pasos más hasta tocar la orilla del lago, estando lado a lado con Elohim.
—Errado no estás. Es la razón. Aunque tú, tienes una mísera porción de plata. —Elohim se puso de píe, sacudiendo la capa que lo cubría, debajo el ropaje de cintas y encajes—. Por eso eres tan taimado.
Lucero tenía parpados caídos, brindándole una mirada de gran desinterés,un rostro inmune a las reacciones. Elohim sonrió, deslumbrando con su brillo, el lago desesperado removiéndose para robar las luces.
—Recomiendo que nos apresuremos, es adecuado un traje más honroso para esta ocasión.
—Mi tiempo es perfecto, no hay que alterarlo.
—Pienso que lo toma a completo beneficio suyo. —Lucero siguió los pasos del príncipe, subiendo la colina hasta el Santo Santuario. Elohim acariciaba las espigas con la punta de sus dedos al mismo tiempo que cerraba los ojos para disfrutar del tacto.
—¿No es todo para mí beneficio? —Elohim giró la cara y sonrió divertido.Tenía un rostro sumamente jovial, como un infante que apenas cruzaba las puertas de la adultez. Ocultando los eones de edad por los cuales había pasado.
—Aún es un príncipe, el tiempo de señorío falta por llegar.
—Falta poco tiempo ya —dijo y avanzó el camino hasta adentrarse al palacio. Elohim era una luz transparente que no ocultaba ninguna historia,pero en ocasiones utilizaba frases inconclusas, palabras suspendidas en el vacío.
Las paredes del Santo Santuario eran un mosaico de cristales prismáticos que se movían entre sí, formando puertas y ventanas. Los techos dejaban filtrar las luces a cada estancia, revelando el suelo de oro pulido en el cual se grababan círculos y estrellas de seis puntas.
Elohim se dirigía hasta el salón de la Santa Reunión, su capa dividida en dos se ondeaba con el mínimo movimiento, como olas que descendían con plena lentitud. Y los encajes dorados del traje avivaban la calidez de sus ojos.
La majestuosidad siempre acompañaba al príncipe, algo mucho más grande que cualquier ser celestial. Lucero no se detenía de alabar la grandeza del heredero, día tras día lo escoltaba admirándole y adorándole.
La pared se removió hasta abrir una abertura hasta el salón, el hemiciclo alfombrado de rojo y las tribunas atestadas de los seres eminentes que callaron ante la presencia de Elohim.
Un solo paso y el ambiente tuvo un rotundo cambio. Estrellas que emergían de las paredes, flotando hasta la bóveda del salón.
—Sea la luz, ancianos —saludó Elohim sentándose en el gran asiento de espaldar alto, estando delante de la reunión de ancianos. Cada uno con una apariencia distinta: rostros endurecidos por los diamantes, cuernos, y pieles verdosas.