Salmo de Exilio

Capítulo 2: Oro

Las voces se levantaban hasta los vitrales de colores exquisitos, colores sin nombre que existían ante los ojos de las huestes. El canto se extendía hasta los rincones más alejados del Santo Santuario; los seres angelicales alabando con canticos al unísono, siendo dirigidos por el querubín Lucero que batía sus manos y danzaba.

Hebras de oro por aquí y allá, una sonrisa cautivadora, avivando la llama de la adoración hacia el príncipe.

En el centro del salón dorado y blanco, adornado de cortinas de encajes salpicados de gotas de ámbar, resplandecía una marca circular donde se di­bujaba un escudo con alas a cada costado y posado en medio de él, Elohim de ojos cerrados recibiendo el gran concierto. Llenándose de dicha, reno­vándose por completo, el fuego ardiendo.

Cada día recibía grandes exaltaciones por medio de los cantos y los ins­trumentos vibrantes, de cuerda y aíre. Los serafines rodeaban la plataforma circular, cubriendo su desnudez con sus hermosas alas. La luz que emanaba Elohim en esos momentos era más intensa que la gran lumbrera, y sola­mente los ojos de sus alas flameantes podían soportar tal magnificencia.

Más tarde, cuando la gran lumbrera estaba en el punto más alto del ce­nit, el príncipe esperó a las orillas del acantilado, presenciando la profunda precipitación. Las demás montañas que rodeaban el reino eran como picos filosos adornados de árboles y guirnaldas violetas.

En la distancia la figura de Lucero acompañada de sus cuatro alas exten­didas, plumas de ámbar que reflejaban la claridad del cielo.

Elohim continuaba esperando a alguien. Pero estaba comenzando a du­dar de que llegara. Desde hacía días que se encontraba inquieto, sin tener la oportunidad de recostarse en paz. Preocupado ante un suceso que no quería vivir.

Pero tenía que.

— ¿Está convencido de que el Maestro se presentará ante nosotros? — inquirió Lucero flotando delante de Elohim. Bajo sus pies estaba la nada, a la vez que el príncipe se mantenía firme en la tierra con las manos en la espalda y postura solemne—. Su interés se evidenciaría por estar aquí. 

—A veces olvido que actúa según su voluntad. —Elohim se rió por lo bajo, dando un último vistazo a la distancia antes de marcharse.

Lucero tocó el suelo, sus alas guardándose.

—Últimamente observas la distancia de manera prolongada.

—Deseo ir hasta Sahar. Necesito ser testigo de la anomalía del Ein. —La brisa acarició la melena plateada del príncipe, las voces de los árboles lle­nándole los oídos.

—O anhelas salir de palacio y viajar a otros lares. Nunca desperdicias una oportunidad como ésta. —Un atisbo de sonrisa cruzó sus labios, como si se resquebrajara su rostro de porcelana.

—Me estás juzgando mal. —Los ojos dorados de Elohim brillaron di­vertidos—. Acompáñame hasta el bosque de árboles azules.

—Pediré cuanto antes un carruaje...

—No.

El querubín se detuvo a medio camino

—Solamente iremos los dos —continúa diciendo el príncipe—. No con­viene la multitud —dijo serio.

—Su presencia es fácil de percibir, majestad.

—Deja de ser tan propio, Lucero.

—Mis disculpas, es la costumbre. —Lucero apretó los labios carmesíes.

Los cielos cambiaban su color, muriendo la intensidad de la luz hasta el apaciguado morado. El tiempo en el reino celestial no era parte de los cambios de las luces y los colores de la bóveda; todo cambiaba a su propio antojo, ajenos a las horas. El tiempo era sólo las volutas de recuerdos que se reunían entre los alientos de los seres, dando las señales de las edades.

Elohim alzó el rostro para ver el rastro de las estrellas, reunidas aún más al sur de Cúspide, la capital de Teósfera.

—Elohim. En esta oportunidad lo prudente es ir acompañados de un es­cuadrón. —Lucero cruzó los brazos—. Después podrás visitar en soledad algún otro distrito afectado.

—De acuerdo, será así porque yo a la verdad lo decido.

Lucero negó lentamente con la cabeza, rindiéndose ante el caprichoso comentario de Elohim.

* * *

Tan pronto tocaron el suelo del Santo Santuario, partieron de la capital dirigiéndose hacia Sahar. Tierra de árboles espectrales, atraídos por el hielo y las canciones almáticas. Lejana aldea que se acercaba al borde del vacío, ya que había sido habitada hace tan sólo dos milenios. Distrito joven, apenas dando pasos firmes, donde se reunían los seres de diversos brazos y dos rostros; dirigido por antiguos querubines que sostenían espadas llameantes.

El camino era largo e imperioso, rodeando las altas montañas hasta al­canzar las gigantes cascadas. Por cada pequeño pueblo que pasaban, una ovación se levantaba, alegría rebosante. Elohim saludaba a los pueblerinos, contento por sus bienvenidas mientras que Lucero sonreía satisfecho por la admiración que sentían por el príncipe, su protegido y su amigo.




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