Salmo de Exilio

Capítulo 3: Plata

El Santo Santuario era un palacio en el nivel más alto del monte, rodea­do de imponentes piedras, un campo florido por los rubíes y culminado de espigas broncíneas.

A espaldas del palacio se encontraba una profunda ensenada, donde cre­cían árboles frondosos y surcaba un hermoso río que trepaba de vez en cuando las ramas.

La capital estaba más abajo del monte, millares de hogares que se repar­tían hasta formar un semicírculo que rodeaba el Santo Santuario. Edificios altos y torres de centinelas bañadas de oro que apuntaban a los cielos, al igual que árboles de ramas espirales que adornaban las plazas de piedra ne­gra lustrosa.

Elohim había saltado sobre los techos y trepado los edificios hasta salir de Cúspide, vislumbrando la salida del valle; dos montañas que dejaban un ancho trecho que revelaba los campos de maná cubiertos de neblina. El cielo lila y rosa que se mostraba glorioso. Era lo que le encantaba a Elohim, admirar con orgullo su creación.

Recordaba el origen del reino celestial. Elohim había sido apenas una chispa de luz que decidió tomar poder y dominio del vacío, engrandecién­dose hasta crear el existir, la creatividad y la llama eterna. Envolviendo todo en su voluntad, haciendo realidad lo que la imaginación gritaba. Sin embargo, su nuevo plan, su nuevo mundo era algo más grande y ambicioso.

Aunque en esta ocasión ya lejos del palacio y de la santa ciudad, se dis­puso a lanzarse sobre el pasto verdoso de puntas teñidas de purpura. Se cubrió con la capa como si fuera una sábana y retozó allí, sonriente por la caricia de la naturaleza, recibiéndolo con brazos cariñosos.

Al tener distancia de la muchedumbre evitaba escuchar la ráfaga de pen­samientos, sentir la multitud de emociones y descansaba de las miles de encomiendas. Eran sus deberes, pero los seres no comprendían que, a pesar de ser rey de la eternidad, merecía conectarse consigo mismo.

El tiempo avanzó, el pasto tornándose de color azul marino, las monta­ñas se habían desplazado de lugar interponiéndose ante la lumbrera, brin­dando una fresca sombra al campo. Elohim seguía dormitando, sus rizos movidos por el viento hasta alborotarse. Cuando respiraba profundo, todo el mundo se mantenía en serenidad.

De pronto, un tierno susurro llenó los oídos de Elohim, una sutil voz que repetía su nombre, cuidadosa de no asustarlo.

Él abrió los grandes ojos, sus largas pestañas plateadas separándose. Mientras parpadeaba giró el cuerpo hasta fijarse en una silueta oscura que se interponía en el firmamento. La figura descendió hasta guardar las pe­queñas alas de cigüeña, su cuerpo delgado y delicado.

—Lamento el despertarte —dijo la jovencita, arrodillándose para abra­zar al príncipe.

—Sea la luz Anael —exclamó Elohim estrujándose los ojos.

—Le pregunté a Lucero si podía venir por ti.

—Que poco habitual. Acostumbra el buscarme, sin que nadie más lo haga —comentó.

—Hay excepciones, como yo —soltó Anael entre una pequeña risa. Tomó las manos de Elohim y lo ayudó a levantarse. Ella tenía seis dedos en cada mano, y una piel cristalina que dejaba al descubierto las luces internas de sus sentimientos. El amarillo revoloteaba junto con el rosa.

—Quisiera llegar a palacio e ilustrar lo que está delante de mis ojos. — Elohim detuvo la mirada en el campo arropado por la neblina, los árboles danzantes y la hierba como un mar de aguas profundas.

—Deseo ver esa obra —dijo Anael embelesada por sus palabras.

—Pronto verás una nueva. —Elohim volteó hacia ella, atrapando la in­certidumbre en el rostro de su compañera.

—Ustedes serán parte de la celebración cuando sea revelado.

— ¿Hasta yo? ¿Un arcángel menor?

—Por supuesto Anael. Tú junto a los principados. Miguel, Gabriel, Ra­fael y los ejércitos. —De repente, la falta de un nombre llenó de tristeza el corazón de Elohim. Anael no había percatado el detalle, sin embargo, notó la expresión en él.

—Estaré presente en ese momento. A tu lado sirviéndote. —La brisa le golpeó el rostro y cerró los ojos ante la ventisca—. Elohim. No sólo quería verte... El Maestro se presentó, y quiere verte en el bosque al otro extremo del valle.

Elohim abrió los ojos de par en par, subiendo las pálidas cejas.

—Desde hace mucho que he anhelado verle —exclamó.

—Te espera paciente allá. Ve.

—Me adelantaré.

Desapareció al instante. El rastro de una estela dibujado en el cielo don­de se había marchado el príncipe. En momentos de real urgencia no permi­tía que los segundos pasaran.

* * *

Los pasillos más profundos del Santo Santuario donde las llamas flo­tantes crepitaban, al cruzar una hermosa puerta doble adornada de piedras preciosas, se abría paso la habitación de Lucero. Candelabros que recogían la luz, espejos y una colección de joyas que se desplegaba en la pared de piedra escarchada.




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