Salmo de Exilio

Capítulo 4: Polvo

—Se encuentran varios arcángeles en Cúspide. Es de extrañarse —co­mentó Lucero, sentándose en el alfeizar del ventanal de la habitación del heredero. Mantenía una pierna oscilando con suavidad en el aíre.

—Sólo unos tantos.

—Vi a Abadón, Azazel, Anael y hasta a Leonel.

Un momento de silencio. Elohim se quitaba los anillos, almacenándolos en el cofre.

—Deja de inquietarte, Lucero. No dejes que tu paz sea opacada por tus pensamientos de sospecha.

Lucero lo observó con detenimiento.

—Me preocupa lo que tienes que confesarme. —Entornó los ojos, pen­sativo.

—Aun así, debes mantener la calma. Respecto a los arcángeles, sólo me proporcionarán información que requiero. —Elohim se encogió de hom­bros para restarle importancia. Se peinó el cabello plateado, sus rizos casi indomables.

Elohim se sentó sobre los cojines con encajes, el gran mueble que estaba contra la pared llena de imágenes enmarcadas de bronce, allí se veían los paisajes de los diferentes distritos en el que se dividía la Teósfera. Doce ciudades y pueblos que comenzaban desde la nieve hasta el desierto, inclu­yendo la capital Cúspide. Sin embargo, había un cuadro de más, donde se vislumbraba un cielo sombrío similar al Ein, pero de un aspecto hermoso, con diminutas estrellas titilantes y una lumbrera pálida que contenía poca luz.

Había señales, de algo que solamente conocía el príncipe. Los ángeles lo desconocían aún, y tenía que ver con una pronta creación. Elohim era de tal manera, inclinado al arte y la vida, el crear con sus propias manos y darle aliento para subsistir.

El escudero Lucero esperó todavía sentado en el alfeizar, jugando con un mechón de cabello. Comenzaba a arrugar el entrecejo ante la espera de las palabras de Elohim.

—Lucero, por favor siéntate cerca —indicó Elohim algo hastiado—. No tengo que ordenártelo si conoces la confianza y gracia que hay entre noso­tros.

—Disculpe —dijo al sentarse frente a él sobre los cojines. Las junturas de su armadura resonaron, el choque del oro blanco.

Elohim negó con la cabeza.

—El Maestro mencionó la anomalía en el Ein —masculló el príncipe—. Conoce lo que sucede.

—Al igual que tú —soltó Lucero extrañado. Conocía la naturaleza del Maestro y Elohim, estando al tanto de que los dos estaban conectados, en un mismo pensamiento y sentir, incluyendo un tercero que aparecía cada cierto tiempo.

—A pesar de ser otro de mis yoes, tenemos una labor distinta, requiero de sus palabras para reconocer lo que divaga en mi mente, la parte que está arraigada a él —explicó—. Cuando sea rey, será diferente.

—Pero... Elohim. ¿Qué te contó?

Los ojos dorados de Elohim se oscurecieron.

—Está comenzando a enfermarse la hueste. Desde su seno, y atrae con más ímpetu al Ein. Recuerda que te relaté el principio del todo; el Ein sólo es vacío e inexistencia, cuando me presenté contrarrestándola, después de eones fue que actuó en rebeldía. Necesitaba extender mis tierras al crear existencia, destruyéndolo.

—Ahora está buscando la forma de ser más fuerte. —Analizó Lucero entornando los ojos. Se relamió los labios carmesíes, distraído en los pen­samientos—. A pesar de todo, tú lo controlas. Que sólo los principados y potestades se encarguen de destruirlos.

—Cierto es. Podría mantenerlo al margen sin inconveniente alguno. Pero, saber qué motiva al Ein a comportarse tan imprudentemente es priorita­rio. —Elohim entrelazó los dedos sobre su regazo. Las muñecas delgadas cubiertas por aros de luces.

Lucero asintió ante lo dicho, sintiendo una punzada de preocupación en el corazón. La sangre dorada acelerada en sus venas.

—Solamente requiero algo de ti —dijo Elohim.

El escudero alzó la mirada.

—Cuídate.

* * *

El tiempo del reposo continuaba envolviendo el mundo en total silencio. Los ángeles guiados por los arcángeles habían regresado a sus respectivos lugares en los diferentes distritos. Manteniendo en soledad la capital dora­da de espigas broncíneas.

En el fondo de la ensenada a espaldas del palacio el agua que se enredaba entre las ramas, era un hilo delgado que se movía suavemente. El cielo se intensificaba en un azul poderoso que brindaba vida a la dormitada natu­raleza.

El salón de las artes mostraba un piso reluciente, pintado allí estaba la jerarquía angelical, serafines, querubines, arcángeles y ángeles. Las alas ex­tendidas y rostros que cambiaban según la posición en la que estabas.

En el centro de la estancia un caballete se levantaba sosteniendo un tro­zo de madera cuadrado en donde Elohim pasaba hábiles pinceladas, apro­vechando la luz que se adentraba a través de los altos ventanales que daban al exterior. Las cortinas se ondeaban, como una marea suave y presuntuosa.

La pintura era una mezcla de paisajes, brillantina y colores que aún no tenían nombre. Los olores emanaban de él, brindándole más emoción al artista. Sus delgados dedos sostenían el pincel con delicadeza hasta hacerlo con fuerza. En los últimos retoques.




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