Salmo de Exilio

Capítulo 5: Dorado

La enorme espada envuelta en fuego era sujetada con fuerza, las manos apretadas alrededor de la empuñadura. Blandiéndose a través de la oscu­ridad del vacío, los fragmentos de caos, la roca negra y roja caían al suelo.

Descendiendo con la espada en mano se posó delante de una deforme bestia, el arcángel lo rebanó con todo el peso del arma, rompiendo la en­durecida superficie. Los demás ángeles también destruían a los otros pro­ductos del Ein.

— ¡Arcángel Miguel! —vociferó uno de los soldados—. ¡El caos! —Se­ñaló con un dedo tembloroso a las piedras que se reunían en un solo sitio formando una montaña.

Miguel bajó la gigante espada de fuego, los ojos de jade abiertos como platos.

El Ein estaba respondiendo ante el ataque, el cúmulo de negro y rojo crecía, removiéndose como una masa rocosa que iba tomando la forma de un monstruo irregular, varios brazos y piernas que se agitaban con deses­peración y ojos carmesíes que resplandecían como el magma. 

Fuego —Miguel apretó la cuadrada mandíbula. La espada incrementó su llamarada hambrienta—. Todos rodeen al caos.

Los ángeles hicieron un círculo alrededor del enemigo. Rugía con desen­freno, comenzando a lanzar zarpazos y astillas; los ángeles evadían o se cu­brían con las alas, pero al salir de la formación el caos tuvo la oportunidad de dar estocada llevándose a unos cuantos guerreros.

Las espadas le cortaban, pero eran delgadas líneas que no afectaban con gravedad el grueso cuerpo de roca.

Era la primera vez en sus diez milenios que Miguel veía esa reacción de parte del Ein, como si estuviera adquiriendo personalidad. Sin embargo, el arcángel tomó postura, la espada sujetada con ambas manos al frente y piernas firmemente separadas. Las inmensas alas se extendieron a los cos­tados, cubriéndolo de las astillas que se les era lanzadas. La bestia se aba­lanzó sobre él, Miguel se impulsó hacia arriba y formando un arco desde su espalda, cortó en diagonal el torso del caos. Se sintió como una espesa y grumosa savia de un árbol.

El fuego de la espada terminó la labor, donde había rebanado al ene­migo, el fuego se mantuvo ardiendo, consumiendo lo que quedaba de él, disfrutando del manjar que le habían ofrecido.

Las rocas se quisieron separar del cuerpo, para formarse pequeños caos, pero los soldados se encargaron de fulminarlos. Dejando el espacio de va­cío despejado, a la espera de ser gobernado por la luz.

—Tenemos que dar informe al príncipe lo más pronto posible —dijo Miguel observando con asco los restos del caos. El cabello desordenado le tapaba las orejas, disparejos bucles que le acariciaban los filosos pómu­los—. Necesito una audiencia.

—No necesita solicitar una —dijo un ángel que despegó a su lado. Tenía el rostro fragmentado como vidrio—. Acabo de recibir un mensaje de él. —El ángel abrió las manos, una esfera de líquido luminoso.

Miguel lo tomó.

—Solicita a los tres Arcanos —continuó.

—Nada se le escapa. Seguramente ya tiene conocimiento de esto —dijo Miguel con una sonrisa dibujándose en su rostro.

* * *

Lucero seguía sin poder creerlo. La palabra "mundo" hizo eco dentro de su mente, mareándolo ante la estupefacción. Tocaba las plantas verdes, flo­res que eran aún más hermosas por su delicadeza, y el agua que se escapaba de las manos.

¿Qué era todo esto? ¿Para quién? ¿Era el nuevo hogar para la hueste?

Él giró, el cabello le ondeaba como una fuente dorada. Una emoción emergía desde lo más profundo de su ser. Admirado de tan maravillosa creación.

—Comparto tu entusiasmo —dijo Elohim—. Todo esto pronto existirá. Lo que vislumbran tus ojos sólo es un esbozo de lo que será.

—Entonces su magnificencia será aún mayor —soltó Lucero al mismo tiempo que suspiraba—. Quiero conocer más.

—No hay mucho que decir en el ahora. Estoy en los preparativos. Falta mucho por labrar y perfeccionar.

La gigante esfera de verde y azul giraba paciente, Lucero apoyó las manos en la mesa para inclinarse y meditar en cada detalle. Había tantos matices y texturas, dos lumbreras; una más grande que la otra rodeando el globo. Apenas conocía una y pronto habría dos más.

Sobre ellos un pedazo de cielo que repentinamente se tornaba oscuro con infinidad de luces diminutas.

Estrellas.

Elohim acarició una de las flores que crecían de una enredadera al cos­tado del salón.

— ¡Mira esto Lucero! También posa tus ojos sobre estás cascadas y pra­dos. —El príncipe mostró los dientes en una ensanchada sonrisa.

— ¿Para qué es todo esto?

—Crearé el mundo con todas estas maravillas. Tierra extensa sin ningún igual —explicó Elohim—. Allí albergare a diversos seres y especies. Se mul­tiplicarán y el mundo será poblado. Me amarán y yo los amaré.




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