Salmo de Exilio

Capítulo 6: Blanco

Dentro de una habitación en penumbras, un rayo de luz enfocaba el cen­tro del lugar. Las ventanas estaban selladas y el techo alto recogía el eco de los susurros de Elohim. Palabras que se perdían en el aíre.

Elohim movía las manos con soltura al igual que si dirigiera una orques­ta. Una masa marrón se movía dentro del foco de luz, siendo moldeada en diferentes formas, tallando huesos y tratando de unificarlos. Cuando el príncipe llegó a la zona superior del pecho y la cabeza, él apretó las manos y deshizo el modelo. El barro volviendo a la nada.

Elohim suspiró. Se peinaba hacia atrás los rizos plateados, tan abundan­tes que le cubrían la cabeza como un casco.

Se giró hacia el mesón de mármol, anotando algunos apuntes en las ho­jas; pasaba la mano sobre ellas y las letras se iban dibujando en tinta dorada al igual que el color de sus ojos.

En ese instante no cargaba su inmaculado traje, para la ocasión estaba cubierto en un hábito pardo. Las manos enguantadas en una tela resistente.

—Tierra, agua, aíre —musitó al terminar de escribir. Algo faltaba y que­ría utilizar lo más indicado.

Elohim se puso un dedo bajo la barbilla. Rodeaba la estancia en medio de las sombras, guardada entre lo más profundo del salón de la creación. El príncipe divagaba, midiendo cada detalle para los últimos retoques.

Él tenía la idea, más no concebía el cómo ejecutarla.

Después de un buen rato, observando la tela de sus guantes, abrió las manos, dejando a la vista sus palmas. Se quitó los guantes con avidez y se agachó delante del tumulto de barro. Las rodillas manchadas y las manos tocando la tierra húmeda.

Sus venas se contrajeron y del centro de sus palmas una línea limpia se abrió dando paso a la sangre; una roja que resplandecía como la cornalina, diferentes tonalidades viajaban entre los hilos de vida, espesa y cálida, un río de granates y espinelas.

El barro se mezcló junto a la hermosa sangre, las heridas se cerraron al instante y así Elohim con sus propias manos comenzó a moldear la figura, creando varas que fue tallando para luego labrar el cráneo.

Su sonrisa le cambió el rostro, creciendo cada vez que avanzaba en su obra.

Alzó la calavera hacia el punto más alto de la luz, manteniendo la forma entre los dedos. Orgulloso de la evolución. Después depositándolo en el mesón junto con los demás huesos.

Agregó nuevos apuntes al libro, marcando sobre la página una huella de sangre con el dedo.

Las puertas de plata resonaron en un suave golpe, una onda expansiva recorrió las paredes con suavidad, un halo de sonido que enviaba una tími­da brisa.

Estaban llamándole.

Elohim salió del lugar invisible y sombrío del salón, hasta acercarse a la entrada, asomando la cabeza. Allí vio a Lucero con expresión serena.

—Lucero. Dime —dijo Elohim ocultándose tras la puerta.

—Los ángeles me han notificado que los carruajes de los Arcanos se avecinan. Han atravesado las altas montañas que rodean el valle de Cúspide.

Elohim abrió la boca emocionado.

—Fantástico, llegaron con prontitud. Me alistaré para recibirlos, sólo permíteme un momento.

Lucero asintió.

— ¿Trabajas en algo nuevo? —A pesar de la inexpresividad, el brillo de sus ojos lo delataba. Siendo arropado por la ansiedad de sorprenderse.

El príncipe dejó escapar una pequeña risa.

—Aún falta. Quisiera descubrírtelo cuando esté finalizado.

—De acuerdo —dijo Lucero un tanto desilusionado.

—Prepárate también, leal amigo. Necesitamos recibirlos.

* * *

Los carruajes llegaron a la entrada del Santo Santuario, los colosales escalones acompañados de las columnas que se elevaban impetuosas, a la bienvenida de los Arcanos.

Los carros atravesaron los atrios hasta entrar al palacio, y con prontitud los tres Arcanos bajaron de ellos hasta adentrarse en el salón del trono, presentandose delante del príncipe.

Elohim estaba sentado sobre el trono de zafiro, con sus ropajes blancos y dorados, aros de luz girando a su espalda. Debajo del trono Anael espera­ba a los convocados, sonriente, entrelazando las manos de seis dedos. Pare­cía nerviosa, el color amarillo reflejándose a través de su cuerpo cristalino.

Dos Arcanos ingresaron a la sala, vestidos de armaduras relucientes y alas descubiertas (grandes y majestuosas).

El primer Arcano se dispuso delante del príncipe, con premura se postró con una rodilla levantada y la mano en el pecho. Tenía una gran barbilla, músculos refinados y cabello desordenado.

—Sea la luz, bendito Adonai Elohim. Me presento delante de usted. Arcángel Miguel, de los principados y uno de los tres Arcanos. —Miguel levantó el rostro y abrió los ojos, mostrando el jade en ellos. Líneas se di­bujaban desde sus parpados hasta tocarle la quijada.

El otro Arcano se acercó hasta él, arrodillándose igualmente ante el tro­no. Era todo café y gris. Tenía una piel fibrosa y su armadura negra dejaba al descubierto los brazos. Su cabello grisáceo muy corto, revelaba orna­mentos de ónix que parecían formar una pequeña corona.




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