Salmo de Exilio

Capítulo 7: Rojo

Las cadenas se halaban a fuerza bruta, tratando de salirse de los agarres. Las paredes temblando con cada intento de libertad. El ser maltrecho se revolcaba en el suelo hasta donde podía llegar.

Entre la penumbra, paredes de ónix que no daban paso al aire.

Los rugidos aumentaban, transformándose en sollozos de dolor, de aquellos que se pierden en la soledad. El prisionero apoyaba las manos en el suelo, arrastrándolas, dejando un manchón ennegrecido mezclado con oro líquido. Desangrándose con lentitud.

Dos figuras se pararon delante del ser lloroso y encadenado. Éste alzó el rostro reprimiendo los gemidos, mostrando el brote cristalino que nacía de su piel. Las alas las movió con frenesí, pero eran pesadas por los cristales rojos que habían desecho la verdadera forma de ellas.

El ángel tosió, escupiendo sangre dorada.

—Ayúdenme —dijo con la garganta seca.

—No hemos podido hacer nada por él, principado Rafael —informó una de las dos figuras de píe. Joel con los ojos verdosos desorbitados.

—Mi onda sísmica no funcionará —dijo Rafael oculto en su capucha. Se rascó la barba, pensando en lo que iba a decir—. Es prudente una espada de fuego.

—Podemos decirle a Leonel —sugirió el arcángel menor.

—Algo más... fuerte.

— ¿Miguel?

Rafael asintió.

— ¡No es relevante quién pueda ser, principado! —vociferó desesperado el ángel contaminado—. ¡Use a quién sea, pero ahora! Imploro...

Rafael tamborileó los dedos sobre el pomo de su espada, oculta debajo de la capa. Siendo apenas perceptible.

—Trae a Leonel y a Ismael —ordenó y Joel se apresuró corriendo fuera de la caverna.

El ángel comenzó a gritar desgarradoramente, cristales rompían su piel, creciendo a partir del brazo. Más sangre de oro emanaba caliente, escu­rriéndose en el suelo.

— ¿Cómo fue provocado eso, Araón? —Rafael se acercó unos cuantos pies a los barrotes.

—Fue él. Me aprisionó, utilizándome hasta que mi ser no aguantase — soltó Araón, la saliva deslizándose de su boca.

—Él —dijo con una nota de incertidumbre.

—Me adentré en el estupor, al despertar no recordaba nada. ¡Él me manchó! ¡El dueño de la espada de hielo!

Los ángeles llegaron en aquel instante, colocándose cada uno a los costa­dos del arcángel Rafael, que a su vez les dio una seña para que se acercarán. Los barrotes fueron abiertos, Ismael y Leonel sacaron las espadas que se cubrían de un resplandor naranja, intensificándose hasta arder en el fuego purificador.

—Aprieta los dientes —advirtió Rafael.

El ángel encadenado cerró las manos en puños; las venas de sus brazos contraídas. Los ángeles al mando de Rafael levantaron las espadas llamean­tes. El fuego crepitaba en la estancia, el murmullo de una criatura ham­brienta.

—En la espalda y brazos, donde más ha nacido el brote —dijo Joel y de inmediato vio a Rafael para recibir su aprobación—. Háganlo.

Las espadas descendieron con potencia y junto con ellas, el grito emer­gió con delirio y quiebre despiadado. Los cristales reventándose, la fuente dorada rebosando de la espalda, el fuego rugiendo con plena intensidad.

* * *

A las orillas del mar de cristal, un poco más allá del valle de Cúspide, Elohim se quitaba las sandalias para tomarlas en su mano. Palpó la arena blanca, suave como una nube, creando círculos en ella. Se divertía con la sensación y lo que trazaba.

El mar de cristal era un mosaico de formas, como un rompecabezas irre­gular que parecía no tener alianza, pero cada onda y mover de la marea las hacia fundirse entre sí, fragmentos que se mezclaban armoniosamente.

Los destellos que emanaba venían desde las profundidades, brillantina azulada que hipnotizaba.

Elohim tocó el agua con la punta de los pies, fría al tacto. Asimismo puso ambos pies manteniéndose en la superficie como si se tratara del suelo. Continuó el camino entre la neblina que creaba patrones y arabescos que adornaban el paisaje.

El príncipe trataba de capturarlo todo con su vista, tocando también las formas de la bruma. A pesar de haberlo creado todo, no dejaba de disfru­tarlo, encantándose como si se tratase de la primera vez.

Los pasos se aceleraron entre saltos, el agua apenas se ondeaba por las pisadas. El mar de cristal anhelante del heredero, convirtiéndose en su ca­mino.

Pronto la isla se desnudó de la neblina, mostrándose delante de él. Elohim relantizó el paso hasta llegar a la orilla. Era Zaj, la isla donde se encontraba el Santo Santísimo Templo en el que habitaba El Maestro.

Silbidos rebotaron hasta los oídos de Elohim, el aleteo disparejo que iba y venía de entre ramas. Un fructífero y abundante bosque de gigantes ár­boles, casi de la altura de una montaña. Creando una sola copa entre sí, un techo de hojas prismáticas.

Elohim iba en ascenso evadiendo los delgados y rectos troncos. La nebli­na continuaba siendo espesa, volutas que le acariciaban el rostro, dejando un rocío en su cabello de plata. El ropaje blanco se ondeaba a duras penas, ante una amable brisa.




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