Salmo de Exilio

Capítulo 8: Esmeralda

La canción que emanaba de la flauta llenaba la estancia. La calma se res­piraba y el polvo dorado se paseaba en volutas. Anael se apoyó del marco de la entrada, contemplando a Lucero tocar el instrumento en el salón.

El techo abovedado tenía vitrales que filtraban rayos de diferentes co­lores, realzando la belleza del ángel que se mantenía concentrado en las tonadas.

— ¿Es nueva? —Anael dio unos pasos adentro. Sus pisadas hacían eco en la piedra. Detrás de ellos se levantaba una pared llena de salmos; lamen­taciones y gratitudes.

Lucero se despegó de la boquilla, vislumbrando por primera vez al ar­cángel menor.

—Sí —dijo sin más.

—Siempre has sido excelso componiendo música. —El color en el cuer­po cristalino de Anael era blanco, reflejando la paz. Vio la pared de escritos, fijándose en los espacios vacíos—. Deberías de agregar una de las cancio­nes en la pared.

Lucero negó con la cabeza.

—En todos mis milenios, sólo he agregado cinco. Cuando son sublimes y perfectas. Pero ya no más.

— ¿Ni uno más? —inquirió ella con las manos adelante entrelazadas.

—Quizás haya un último salmo para mí, pero no seré su autor. —Luce­ro apenas sonrió—. ¿Qué propósito tienes aquí? Eres responsable de una fuerza en Migdal. Asiel te deja mucha libertad.

Asiel era un arcángel, el que estaba a cargo de Anael, quien le había delegado una pequeña tropa. Los dos eran un equipo equilibrado, donde Asiel siempre destacaba por su osadía, y Anael era una mente guiada por la sabiduría.

—Elohim me ha pedido estar presente en las reuniones con los veinti­cuatro ancianos —respondió ella—. Y Asiel necesita ser informado de cada detalle. Es riguroso salir de Migdal. Los picos blancos son demasiado altos y el viento se entrelaza en ellos.

—Espero se mantenga allí.

Anael arqueó una ceja.

—No tienes en gracia a Asiel —dijo ella media divertida.

—Es imprudente e impulsivo. —Lucero trató de ser lo más benevolente posible, pero el endurecimiento en su rostro delató la falta de empatía. To­maba la flauta en su mano, golpeándola contra la palma de la otra.

—Eso me trae a memoria a Miguel.

—Miguel es igual.

— ¡Anael! —Una voz hizo eco desde el pasillo. Tanto Lucero como Anael giraron hacia la entrada, identificando al arcángel de cabellos desor­denados, crineja y ojos de jade.

—Estabas en nuestra conversación —dijo Anael con el rostro lleno de luz por la emoción. Saltando en un abrazo hacia Miguel.

— ¿Con cuál objetivo era pronunciado? —Miguel soltó a Anael y se de­tuvo al ver al querubín—. Saludos, portador de luz.

Lucero asintió con la cabeza como respuesta.

— ¿Cómo has estado? —Miguel se acercó. Anael se mantuvo calmada en distancia.

— ¿Es de tu interés mi estado? —Lucero se ocultó las manos dentro de las mangas de la túnica y con ellas la flauta. Llevaba ropajes cómodos, sin la habitual armadura.

—Casi nunca coincidimos para charlar. Intentaba acercarme a ti.

—No lo hacemos porque es lo menos que deseas.

—Estás... diferente.

El querubín entornó suavemente los ojos. Observó por un instante a Anael, mordiéndose los labios con sus colmillos de vidrio y volvió la vista al arcángel de las marcas en las mejillas, como lágrimas negras.

Entre ambos siempre había existido tensión. Algo que al principio Luce­ro no comprendía, pero luego compartió, acostumbrándose a la sensación que persistía. Hasta sus espadas eran de naturalezas distintas, ya que Fuego era embravecida y Hermosa, gélida como ninguna.

—Empleas más palabras —continuó Miguel—. Acostumbras ignorarme.

—Siéntete honrado.

—Dejen las conversaciones ociosas —exclamó Anael al acercarse—. So­mos consiervos. La armonía existe al aceptar nuestras diferencias para uni­ficarlas. Tenemos el ministerio de la reconciliación.

Miguel volteó hacia Anael, acariciándole el hombro para luego asentir y marcharse por donde vino.

—Discúlpame Anael —dijo Lucero. Anael sonrió, girando para seguir a Miguel.

* * *

Elohim arrastraba la capa blanca por el suelo, el cuello esponjado de la túnica le acariciaba la barbilla y el cabello plateado estaba peinado hacia atrás lo más domado posible.

Abrió las puertas de una pequeña habitación de la tercera planta del pa­lacio, paseándose dentro de ella, guiado por la ventana que dejaba ver la gran lumbrera.

La puerta se cerró a su espalda. Había llegado.

—Eso fue inmediato —dijo Elohim volteándose hacia el hombre.

—Ya había llegado. Esperaba por ti. —Se escuchaba una voz profunda y amable.

—Su corazón respondió de la manera que habíamos predicho —Elohim se encogió, apretando el alfeizar de la ventana.




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