Salmo de Exilio

Capítulo 9: Cenizas

Elohim lo vio todo.

Los fragmentos de imágenes y el tiempo se movían como agua a su alrededor, las luces le mostraban los instantes, y el presente y futuro se entremezclaron dándole un panorama de lo que sucedía a ocultas de él. Las voces susurrantes de una persona que ensuciaba el centro de la llama eterna de los ángeles, convenciéndolos, seduciéndoles para atraerlos hasta el abismo.

Elohim abrió los ojos ante el paisaje delante del balcón. Su cabello osci­laba por la brisa; estaba más largo que de costumbre, tocándole los hom­bros con rizados mechones de plata.

Las manos del príncipe se apretaron entre sí, lastimándose los dedos ante lo que estaba contemplando y sintiendo. Lo había visto venir desde hacía muchos milenios atrás, pero el momento había llegado y era distinto el vivirlo. Elohim mantenía la respiración controlada, calmando el furor y también la desdicha. Sin embargo, la esperanza palpitaba dentro de su ser, dándole calma, porque lo que sucedía era parte de la profecía.

Se estaba cumpliendo. A como diera lugar se estaba haciendo.

Llegaría algo más grande. Elohim parpadeó y mostró una sonrisa hacia la gran lumbrera, bañando el cielo de resplandor, esos colores salmón y lila que suavemente se unían en un beso inocente.

Él ya no quería saber de reuniones sobre la contaminación del cristal que se propagaba, de las ausencias de Lucero, de la huida de Araón ni de las preocupaciones de los veinticuatro ancianos. 

Respiró hondo, conteniendo el aliento para luego exhalarlo.

Al entrar a la habitación, Elohim tuvo el impulso de pintar. Acarició la colección de pinceles que aguardaban sobre la mesa de cuarzo, eran de cabellos finos que tomaban el color que tocaran o el que se imaginara. Un cuadro vendría perfecto para la ocasión, relajarse y perderse entre la pintu­ra y la inspiración. Pero no todavía, había algo más importante, la verdade­ra obra maestra que faltaba poco por terminar.

Elohim se quitó las túnicas hasta dejar al descubierto su piel de bronce que parecía estar cubierta de brillantina.

Ya basta de los ropajes de príncipe, era el momento de la transición, por­que pronto ascendería. Joshua y El Maestro lo anhelaban, poder ser más que sus yoes, ser uno solo. Un mismo aliento.

Voces se acercaron hasta el oído de Elohim, murmullos que se escucha­ban encerrados en un túnel, las palabras parecían ser confusas al principio, pero iban aclarándose a medida que el príncipe se concentraba en ellas. Los fragmentos del tiempo lo rodearon revelándole el bosque gigante de Elef Etz, entre los imponentes árboles dos arcángeles charlando.

Lucero y Abadón.

—Lo que me propones es sacrilegio —comentó Abadón. Su armadura negra contrastaba con el blanco del cabello. Una expresión de enojo arru­gaba su rostro de piedra.

—No es ningún engaño, Abadón. Lo he presenciado con mis propios ojos —dijo Lucero brillante ante las luces que se escapaban entre las copas de los árboles, resaltando su armadura dorada, la coraza tallada en alas y leones.

— ¿Por qué crees que me uniría a ti? ¿Por qué crees que te tomaría como mi nuevo rey? Soberbio incipiente ángel de apenas miles de años. —Aba­dón cruzó los brazos con la barbilla levantada, viendo por debajo a Lucero.

—Hemos servido eternamente a Elohim, trabajado cada tiempo de las estrellas, reposo, polvo dorado y fuegos fugaces. ¿Y nuestra recompensa?

—Estamos para servir...

— ¿Y sabes a quienes serviremos en lugar de Elohim?

Lucero mantuvo la mirada fija en Abadón, sosteniéndosela. Elohim esta­ba contemplándolo todo desde su habitación, percibiendo cada detalle. La boca tensa de Abadón, los ojos entenebrecidos de Lucero, y la tristeza del bosque descendiendo en forma de neblina verduzca.

—Le serviremos a criaturas sin alas, efímeras, poseedoras de una sombra que les sigue y nada de luz —espetó Lucero gesticulando con ímpetu las manos—. Esos seres son los que recibirán nuestras recompensas, todo este basto nuevo universo.

Elohim sabía lo que sucedería. Abadón escucharía la invitación de Lu­cero, porque el arcángel ya tenía una astilla roja durmiendo en su interior. Estaba presto a escuchar y tan sólo ese gesto significaba que albergaba una grieta que recibiría gustosamente la oscuridad.

Abadón tragó grueso.

—No estoy obligándote a verme como tu nuevo rey —continuó Luce­ro—. Pero sí seré quien los guíe a la nueva era.

El arcángel de armadura negra soltó una risotada.

—Qué jocoso. El portador de la luz me guiará hacia la era de las som­bras. —Abadón sacudió la cabeza—. Qué irónico.

— ¿Te revolcarás entre las sobras de los hombres o serás llamado como un principado entre nosotros? —Lucero extendió la mano hacia él, abrién­dole la invitación.

El rostro de Abadón se transformó, tornándose serio. Veía la mano y rostro de Lucero, sin decidirse en cuál de los dos lugares enfocarse. Elohim sentía la confusión arremolinándose en las profundidades del arcángel, sin embargo, algo más dominaba, oscuro y sucio que iba en aumento. El prín­cipe se sintió enfermo, cerrando los ojos por una tristeza que le punzaba.




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