Salmo de Exilio

Capítulo 10: Sangre

En la distancia, cruzando el firmamento, El Maestro volaba con ímpetu dejando una estela acompañada de un fino silbido. El sonido de la velo­cidad arrasando a través de los picos del valle, acercándose hacia el Santo Santuario.

Brillaba más que antes, esplendoroso con un tamaño descomunal que lo hacía imponente. Se posó sobre la punta de la torre más alta de la edi­ficación, recogiendo las alas para mantenerse vigilante. La grama siendo movida por el viento en dirección a él, y los colores del cielo tiñéndose de aguamarina y verde claro.

Lucero escuchó el canto de El Maestro desde su aposento; se colocaba la joyería sobre cada dedo, adornándolo. Y de último se pasó sobre la cabeza un collar que sostenía el cristal rojizo producto del Ein, afilado y remata­do de manera irregular. Lucero lo rodeó con dos dedos, observándolo con cuidado a través del espejo.

Mientras se vislumbraba, su mirada se dirigió hacia el brazo derecho, cubierto por la malla metálica que apartó. La piel pálida que se enrojecía; entre el codo y hombro, escamas de cristal rojo y negro, amontonadas entre sí como una costra. La mano de Lucero tembló al acercarla para tocarse, aborreciendo la evidencia de su error.

La falta de perfección.

Había perdido ese título desde que había sido consumido por la con­taminación, convirtiéndose en una marca indeleble. Sin embargo, estaba decidido a no ser el único que lo padeciera.

Ya alistado con la armadura dorada y el sable envainado sujetado en la cadera, salió de la habitación dejando todo atrás. Arpa, piedras preciosas y poemas; abandonadas para ser sólo un recuerdo.

Lucero cruzó los pasillos, esperando reunirse con los demás que estaban a punto de marcharse a vuelo.

El querubín bajó los primeros peldaños delante de la entrada del palacio, apartándose de los atrios y la gran puerta. Comenzando a inquietarse por el profundo silencio. De soslayo revisó el área, sin tener ni siquiera atisbo de El Maestro. Así que, sin detenerse más invocó sus alas de ámbar, alzó el vuelo y como un relámpago se dirigió al otro extremo del lago espejo, más cerca de las grandes montañas que rodeaban la capital.

Un pequeño grupo de ángeles estaba reunido dentro de un bosquecillo. El ejército tenía las alas desplegadas, alertas ante cualquier movimiento.

—Aquí faltan —dijo Lucero despegando al borde de la reunión de árbo­les espirales—. ¿Acontece algo?

Samiel se adelantó, apartando a algunos para estar frente al querubín.

—A la mayoría se le dificultó la salida. No pudieron escabullirse de las fuerzas y de sus principados —explicó Samiel, de ojos enteramente ne­gros—. Están siendo rodeados.

—Necesito la ayuda de Abadón —exclamó Lucero viendo entre los de­más ángeles.

—Está aún en palacio, señor —dijo uno de ellos.

—Tengo que regresar. Preparen los cristales, los haremos florecer de inmediato —ordenó Lucero, dándose la vuelta para volar hasta el Santo Santuario.

Como una luz inmediata llegó hasta Cúspide, volando alrededor del pala­cio tratando de localizar a Abadón. Éste había sido enviado a patrullar par­te del lugar, mientras que otros se mantenían en el pueblo y sus cercanías. Sin embargo, Lucero sospechaba mucho por la ausencia de vigilancia en los frentes del palacio y las riberas del lago al igual que la entrada del valle.

Entre los pasillos que daban hacia el exterior, donde las columnas de mármol se mantenían firmes y elegantes, estaban dos figuras con las armas al descubierto, filos brillantes ante la opacada luz de la gran lumbrera; que parecía estar triste, oculta detrás de las montañas. Como un crepúsculo que se rendía ante la noche.

Lucero se inclinó hacia un lado en el vuelo, dejando que su cuerpo se deslizará en el viento hasta introducirse dentro del pasillo entre el espacio de las columnas, tocando el suelo con la punta de los pies, danzando grá­cilmente.

Delante de él estaban dos ángeles. Sin embargo, no estaba a quien bus­caba, en su lugar era Azazel, con el cabello de cuarzo rosa y los brazos des­cubiertos. Sus bíceps se apretaban, fibrosos al sostener con fuerza la lanza de punta larga.

—Azazel ¿qué haces? Marchémonos —dijo Lucero despectivo—. Es sólo un arcángel menor.

Azazel giró en redondo, con ojos preocupados.

—No quiero hacerle daño —soltó apretando los labios.

Lucero vislumbró con mayor atención al guerrero que mantenía la espa­da al frente. Piel oscura, ojos como piedras de esmeralda y un tramado de crinejas que adornaban en un solo lado.

Era uno de los ángeles bajo el mando de Rafael. El que había reconocido la ruptura en Esh, el que podía distinguir lo oculto.

—No se irán de aquí antes de darles batalla —exclamó Joel.

— ¿Qué nos harás? Nunca has luchado contra uno de los tuyos —dijo Lucero dando unos pasos adelante.




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