Salmo de Exilio

Capítulo 11: Diamante

Elohim estaba sentado en el trono con las piernas cruzadas, tenía un dedo bajo el labio inferior, ensimismado en los pensamientos. A pesar de tener un plan no le agradaba la situación por la que estaban pasando sus ángeles.

Aún continuaba la búsqueda de Lucero, y Elohim esperaba respuestas. Había sentido una débil presencia de parte de su viejo amigo en las cerca­nías de Esh, haciendo que una fuerza se dirigiera para allá a revisar el área. Pero aún no habían llegado ante él para darle noticia.

El príncipe se movió incomodo cambiando el cruce de piernas, el cabello de plata brillando hasta crear un halo alrededor de su cabeza, la divinidad reflejándose ante el salón del trono.

—Paciencia, el tiempo se avecina —dijo Joshua sentado detrás del espal­dar del trono.

—Se avecina alguien —comentó El Maestro sentado en las escaleras.

Las puertas se abrieron haciendo pasar a Anael que llevaba la armadura verde y una capa blanca que se arrastraba. El escudo alado dibujado en el hombro como muestra de su nueva jerarquía.

—Príncipe Elohim, hemos encontrado a los traidores —anunció estan­do de rodillas.

— ¿Y Lucero?

—No lo han hallado —agregó El Maestro.

—Ahora es él quien se escabulle de ti —dijo Joshua aún oculto—. Antes era él quien te buscaba.

—No es tan gracioso —dijo Elohim fastidiado.

—Es así príncipe, no hemos encontrado a Lucero. Los traidores se reu­nían en las cercanías de Esh como usted divisó —prosiguió Anael colocán­dose de píe.

—Parte de ellos nada más.

Ella asintió.

— ¿Dónde estarán Lucero y los otros restantes? —Elohim se rascó la melena, como si tratase de sacarse las ideas. Sus ojos y oídos viajaron por todo el territorio en fragmentos que le mostraban el presente. Lucero cono­cía la omnipresencia de Elohim, algo estaba haciendo para poder evadirlo.

Al parecer había algún lugar donde no había verificado, y los movimien­tos de las tropas enemigas en Esh parecían más una distracción que un ata­que cualquiera. Lucero no era tan corriente, había algo entre líneas.

—Los ángeles de Lucero en Esh —susurró Elohim encajando las piezas de una suposición.

— ¿Qué es Elohim? —Anael miró hacia El Maestro, y apenas se percató de una pequeña cabeza que se asomaba detrás del trono.

—Quieren confundirnos —dijo El Maestro.

—Lucero pretende llegar al último Ein —explicó Elohim.

—Está en mi templo. Quiere forzar una grieta. —El Maestro se puso en píe, molesto.

—No puede, usted ha purificado lo que quedaba del Ein —espetó el arcángel acercándose a unos cuantos pasos del trono. Movía los seis dedos con nerviosismo.

—Excepto uno. Un Ein sigue vigente, y Lucero puede estimularlo. — Elohim se levantó del trono—. Las tropas serán divididas, hacia los puntos cardinales. Yo me dirigiré con una fuerza hacia la isla Zaj. Anael, que los centinelas enciendan las torres mientras no estoy.

Con premura el arcángel corrió fuera del salón.

Elohim salió con su armadura blanca donde el rostro de un león rugía en su pecho pintado de oro, la capa ondeaba al mínimo movimiento y los guantes inmaculados brillaban. Y delante de él, El Maestro alzaba el vuelo, rodeando los cielos, abriéndo el paso al futuro rey.

Para encontrarse en enfrentamiento con la oscuridad.

Los cantos de los árboles cesaron al sentir la presencia que se introducía en el bosque. Los troncos eran delgados y altísimos como torres, reunién­dose las hojas de distintos colores en el punto más cumbre. La neblina difi­cultaba la visibilidad, espesa y atrayente, creando diferentes formas que se ondulaban hasta desmayar en la tierra salpicada de sal.

El rubio querubín había revisado en los pisos del templo, hurgando has­ta en cada rama que traspasaba las ventanas. Estaba más allá del monte donde se encontraba tal edificación, internándose en los guturales sonidos del viento y rodeándose de las gruesas raíces que brotaban enredándose entre sí.

Era un lugar más salvaje y perdido, las profundidades de la isla.

La armadura destellaba ante los pocos rayos de luz que se filtraban entre las hojas. La superficie dorada estaba limpia de sangre, pero Lucero no de­jaba de sentirla, sobretodo en sus manos.

Un sutil sonido sobresaltó a Lucero, girando en redondo sin notar nada. Estaba en tierra sagrada y cualquier cosa podría hacerle escocer la piel al estar contaminado.

—Heme aquí —decía una voz en la niebla, aterciopelada y cautivado­ra—. Consúmeme.

Lucero volteó hacia la voz.

—Debes seguirme —dijo otra voz arrastrada por el viento. Susurro que se escapaba de los labios. 

—Seremos tuyas.

Lucero comenzó a acelerarse en una fatiga que incrementaba. El frío le penetraba con mayor intensidad la piel, como si hubiera recibido un corte de su propio sable.




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