Salmo de Exilio

Capítulo 12: Tierra

La música se dispersaba en el palacio en la preparación de la celebración que se acercaba, los seres recogían las flores y avivaban las llamas aguamari­nas de los árboles. La brisa se unía a la alegría, soplando en los alrededores del valle.

Los habitantes del reino celestial se dirigían hasta el Santo Santuario, el bullicio aumentando en el pueblo de Cúspide y en sus alrededores. El pa­lacio tenía las puertas abiertas para todos, siendo recibidos por las estrellas magentas que bailaban en los aíres.

Anael tenía ropajes de gala, cubierta por una capa suave crema adornada por encajes y dibujos de oro blanco. Por debajo la túnica se deslizaba con orlas escarchadas. Caminando en los corredores inundados de claridad.

Luego de la guerra se había dispuesto junto con los demás ángeles a recuperar lo destruido. Muchos ejércitos se dividieron por distritos devol­viéndole la verdadera imagen a las áreas y edificaciones; aunque Elohim hizo gran parte del trabajo de maravilla.

Desde la partida de Lucero todo había sido extraño en cierta manera, de acuerdo a su ausencia. El leal amigo que siempre seguía al príncipe, ahora ya no era así. Anael había tenido una gran decepción ante la magnitud de la situación. Pero la luz estaba volviendo y un próximo propósito se presen­taba para los ángeles:

La nueva creación.

Anael llegó hasta el ancho pasillo donde las puertas dobles se distinguían al final de éste. Se dio cuenta que la entrada estaba entreabierta, así que pasó la mano por la rendija y asomándose vislumbró la silueta de Elohim, apoyado de la balaustrada del balcón.

El cabello violeta oscuro de ella fue acariciado por el viento y las cor­tinas le tocaron cuando salió al encuentro del príncipe. Colores cálidos se movían tranquilos en el interior de Anael, viéndose claramente a través de la piel de cristal, descubierta en sus brazos y rostro.

—Anael —dijo Elohim amoroso, sin apartar la vista de las montañas. Se notaba de mayor estatura, su cabello le tocaba los hombros y estaba peina­do hacia atrás, controlando los rizos.

—Te percibo un tanto cambiado —comentó ella acercándose a la orilla.

Él se rió.

—Mi nuevo nombramiento requiere que le represente como es debido —respondió Elohim, volteando la cara hacia ella. Esa piel de bronce lus­trosa.

—Quería saber cómo te encontrabas antes del acto.

—Bien. Emocionado. —La cálida sonrisa era evidencia de ello.

— ¿No te sientes... triste? Disculpa mi imprudencia.

Por un segundo Elohim la examinó. Todavía mantenía la sonrisa y con seguridad le respondió:

—No lo estoy. —Negó con la cabeza—. Que Lucero se marchara, fue doloroso para mí, aunque ya estuviera predestinado. Pero estoy sumamente gozoso, porque la profecía se está consumando.

—La nueva creación.

—El hombre será su consiervo, y deseo que ustedes hagan cumplir el propósito.

—Los amas —dijo Anael en un escape de aliento.

—No te imaginas cuánto.

—Quiero también sentir lo mismo que tú, Elohim.

—Lo harás. Te certifico que sí. Cuando poses tus ojos en ellos por pri­mera vez, te maravillarás. —Los ojos de Elohim brillaron de puro encan­to—. Serán hermosos, a mi imagen. ¿Logras verlo?

Anael fijó los ojos en el príncipe, guardando en la mente la forma de su cabeza, el cabello, brazos, piernas y torso. Por primera vez se dio cuenta de la diferencia de dimensiones y proporciones que había entre el creador y los ángeles. Imaginó muchos seres similares a Elohim, con luz que los invadía; reflejada en los ojos, al igual que las voces exquisitas y manos prodigiosas.

Ella asintió entusiasmada.

—Mis compañeros y yo estaremos agradados de protegerlos.

* * *

En el salón del trono, el vitral en el techo estaba rebosante de vida, la alfombra azulada dispuesta en el suelo adornado de estrellas; dirigía el ca­mino hacia el trono de zafiro.

La audiencia constituida por los seres de toda Teósfera, alrededor del salón en ropajes reales. Hasta en las afueras en los pasillos rebosaban los testigos, viendo a Elohim caminando hacia el trono, pisando los peldaños hasta sentarse en el.

Había silencio, el aíre atrapado en el pecho mientras los serafines se cubrían con las alas a la espera del momento. El Maestro envuelto en lla­meante luz sostuvo en alto la corona enjoyada. Joshua estaba al otro lado del trono, igualmente manteniéndola en sus manos.

La corona descendía, las puntas brillantes cubiertas de piedras preciosas de múltiples variedades. Cuando ésta tocó el cabello de plata de Elohim, estalló la sala en centellas y lumbreras. Los serafines se cubrieron a tiempo, los presentes se echaron hacia atrás resguardándose. Las chispas volaron en los aíres y la bóveda se conmovió intensificando su azul.

Elohim se puso de píe con la capa de cuello alto ondeando por una brisa que lo rodeaba, volviéndose tormentosa. Los ropajes blancos que le cubrían las manos se agitaban, los ribetes de oro, las esmeraldas que ador­naban el cinto y la corona, emanaban magnificencia.




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