Salmo de Exilio

Epílogo: Creación

En medio de las más profundas tinieblas, donde las sombras se resguar­daban, en el seno del Ein que tenía forma esférica; descendía una estrella desde el lugar más alto, posándose en medio del caos y los desperdicios de la inexistencia. Cristales del pecado esparcidos, lúgubres ecos del odio y rastros de ángeles lamentándose.

En el lugar vacío, la estrella continuó con vida tomando la forma de un hombre coronado que arrastraba una larga capa inmaculada, abriendo las palmas de sus manos enguantadas. En ellas tomó forma una espada de hoja dorada, envuelta en nombres carmesí y fuego azul.

—Hágase la luz —anunció Elohim, su cuerpo destiló una onda ilumi­nada, formándose dos lumbreras. La más grande se alejó en las alturas y la otra descendió ocultándose.

Elohim alzó la espada y apuntó hacia el horizonte.

—Restauremos. Rofeca, Sama —dijo a la espada y dos nombres ardieron al rojo vivo, el fuego aumento rugiendo.

Al blandir la espada en un poderoso corte, la oscuridad se dividía en dos a medida que Elohim giraba para dibujar la línea; seguida por el despedaza­miento de la negrura. La parte superior se hizo añicos como vidrio, dejando a la vista blancura. Un corte limpio que dividía los dos colores.

El Rey dio un pisotón en el suelo sombrío y se onduló hasta distorsio­narse, las ondas curvas se estiraron hacia arriba hasta levantarse en olas gigantes, el agua se desbordó rodeando la esfera del Ein. A su vez, el fuego azul se intensificó, hasta crearse una columna de ascuas que coloreó los cielos. La blancura recibiendo pinceladas azules.

Elohim corrió emocionado sobre el mar y por donde saltaba con afinque el agua se retiraba dando paso a la tierra que se levantaba vigorosa de vida, uniéndose entre sí con otros parches de suelo seco hasta crear inmensas extensiones.

En la danza alrededor de la tierra, Elohim giraba haciendo crecer tallos verdes que se unían hasta fortalecerse y convertirse en árboles, las ramas separándose y las hojas emergiendo.

De sus manos estrellas magentas y de otros colores cayeron para con­vertirse en flores de vivos pigmentos. Las rocas de distintas formas for­taleciendo las montañas que a su vez se separaban para revelar los valles colmados de lagos.

Helechos, arbustos y hongos se liberaban de las profundidades del nue­vo mundo. Plantas se disponían a vivir dentro de las aguas. Para Elohim era imposible contener el entusiasmo de ver su sueño volverse realidad. No paraba de dar pinceladas aquí y allá para completarlo todo a la perfección, a la imagen de su imaginación.

—Lo necesitarán —dijo cuando tocó una rama y creció una manzana. De las plantas y de la tierra crecieron otro tipo de frutos.

Elohim haló la más grande lumbrera hasta el cielo claro, y corriendo hasta la parte baja del mundo, el Rey se rodeó de la oscuridad que había dividido, trayendo hacia él la lumbrera menor. Esparció estrellas para darle compañía e iluminar más los cielos oscurecidos.

Y en medio de la noche a las orillas del inmenso mar que se fascinaba por la luna, clavó las manos en la blanda arena y comenzó a removerla. En el centro del agua se creó un tumulto que explotó dejando al descubierto infinidad de peces.

De la espuma de las olas emergieron las aves que colmaron los cielos, rodeando la esfera. De sus picos llenos, gotas de agua tocaron la tierra y plantas, y de esos lugares se liberaron las criaturas y bestias. A partir de los árboles altos, entre los nudos de las ramas se despegaron los mamíferos; de la piedra de los ríos, reptiles; entre las raíces insectos, de la tierra los enor­mes paquidermos y monstruos.

Un suspiro se escapó de la boca de Adonai Elohim. Se dirigió hacia el día, caminando hacia un campo donde fructificó aún más que los otros sitios, abundante verdor que encantaba ante los ojos. El aroma fresco del río que se bifurcaba en cuatro brazos, dándole alimento a los árboles que pesaban cargados de frutos.

Minerales y joyas preciosas abundaban en las profundidades del suelo, animales que paseaban en las colindes y un monte elevado donde Elohim dispuso dos árboles de hojas de brillo metalizado. Siendo liberados de las cadenas que los oprimían.

El jardín estaba terminado. A continuación trazó su camino alrededor del Edén, paseándose a las orillas del río hasta alcanzar un hermoso claro rodeado de helechos de tonos cálidos.

Era tiempo de lo más anhelado, la razón del por qué había hecho tanto en este mundo.

—Este lugar es adecuado —dijo El Maestro regresando de las aguas, danzando en el claro, sus piernas eran gráciles y los brazos agitaban el aíre, provocando que las copas de los árboles se mecieran.

—Quiero verlos —susurró Joshua sentado sobre una rama alta.

Elohim inhaló aíre y se quitó los guantes haciéndolos desaparecer. Le­vantó las manos como si dirigiera una orquesta y comenzó a entonar un bello canto que iba en incremento. La tierra en el centro se ablandó, el agua apareció como un manantial. El Rey se puso de rodillas continuando la can­ción e introdujo las manos en el fango, clavándolas en el suelo.




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