Cuando llegó al final del trayecto se sentía algo mareado y con el estómago revuelto, era una de las consecuencias de traspasar el portal a pie, sin su magnífico carro adornado de cascabeles y tirado por sus espléndidos renos en el que siempre viajaba. Hacía varias décadas que no albergaba esa sensación, por lo que le costó recobrar la compostura.
Se dispuso a observar el lugar, el cuál reconoció al instante. Las largas calles de Gran Vía, coronadas de altos edificios históricos y abarrotadas de gente que circulaba admirando las luces parpadeantes de la decoración navideña las había surcado desde el cielo inumerables veces. La poseedora del sueño roto debía andar cerca y el domo no le propiciaba demasiadas pistas. Comenzó su camino, guiado únicamente por el sonido de su intuición, el cual danzaba en sus oídos de forma inaudible para el resto, otorgando una melodía de cascabel que a cada paso se hacía más sonoro.
Llegó a La Plaza Mayor, divisando en el centro de esa a una chica alta y delgada con el pelo recogido en una perfecta coleta, que posaba sonriente enfrente de un gran árbol navideño repleto de luces azuladas para las fotos que un chico de más o menos su edad le hacía. Volvió a sacar el domo de su bolsillo, donde la cara de esa chica se dibujó en ella. Había encontrado a Raquel.
Los siguió a una distancia prudente mientras ellos caminaban cogidos de la mano, conversando animadamente mientras se detenían en medio del tubulto con el único propósito de seguir inmortalizando el momento. Se dió cuenta de la sonrisa falsa de la chica y de la mirada brillante del muchacho mientras la contemplaba, enamorado hasta las profundidades de la persona que reflejaba la pantalla de su móvil.
Al fijarse en Miguel, supo que no sería difícil otorgarle su sueño a la remitente. La bondad que emanaba, junto al espíritu amable y dispuesto a ayudar a los demás se lo confirmó. Sólo tendría que asegurarse de que aquella muchacha supiera lo que era realmente la Navidad.
Miró al cielo nocturno cuando llegó a la Puerta del Sol, recordando a la señora Klaus y el sentimiento doloroso de su ausencia se incrustó entre las costillas.
—Cariño —susurró quitándose en gorro rojo y sujetándolo entre sus viejas y temblorosas manos —. Dame fuerza, solo no puedo con esto.
Volvió a observar a la joven pareja. Raquel reposaba la cabeza en el hombro de su novio, mientras juntos admiraban el imponente árbol de luces doradas que centelleaban como si de estrellas se tratase. Ella cerró los ojos y aunque nadie pudo escuchar lo que pasaba por su mente, Klaus si lo hizo.
"Ojalá siempre conserve esta felicidad".
Dejó un beso en la mejilla de Miguel y este le conrrespondió con una sonrisa cálida y sincera.
Aquella noche, mientras la chica dormía en su casa vacía Klaus velaba por sus sueños desde una esquina de la cama, convertido en su angel de la guarda mientras descifraba todos los recuerdos y vivencias de aquella joven de mirada ausente y rostro cansado.
Supo que provenía de una familia pobre, en la que solo constaban ella y su padre. Alfredo era un hombre carente de emociones y de personalidad fuerte, el causante de que su hija nunca pudiera disfrutar de las fechas señaladas ni de la sensación de los sueños cumplidos. Aunque no simpre fue así, esa era la única imagen que la muchacha conservaba de su persona. Perder a su mujer, y a la madre de la niña, le habían convertido en un ser frío con el corazón de piedra.
Y cuando Klaus no pudo devolverle a su difunta mujer (no se les tenía permitida la nigromancia), concluyó que la existencia de Santa era simple leyenda popular y no dejaría que a su hija la rompieran el corazón con esa esperanza agridulce que nunca te daba lo que más deseabas.
Aquella noche una tormenta destrozó varias viviendas y bosques, mientras el cielo se partía en dos. Pero ni los mortales, ni los habitantes del reino de Rovaniemi se percataron de ello, ya que una espesa nevada cayó durante todo el final del año, permaneciendo oculto bajo los ojos de los que contemplaban el cielo, lo que ocurría detrás de el.