Llevaba más de media hora despierta, mirando el techo plagado de portadas de vinilos de distintos grupos de música. Ethan estaba tumbado en el suelo con su sudadera de almohada, roncando como siempre, y mojando la camiseta con su saliva. En otras situaciones me hubiese hecho gracia; ese día no.
Lo único que había sacado en positivo de la noche anterior era que no me quedaba ni una sola gota de alcohol en el cuerpo. Sí un potente dolor de cabeza, aunque de aquello no podía culpar al alcohol por mucho que yo quisiera.
Estaba de mal humor, no sólo porque la noche anterior había descubierto que había estado en una relación abusiva durante dos años de mi vida, sino también porque estaba de nuevo como hacía un mes atrás. O incluso peor, ahora que sabía con seguridad que nunca me había querido.
Era agotador.
Todas y cada una de las células de mi cuerpo me pedían a chillos que espabilase de una puñetera vez, que dejase de actuar como una estúpida.
Di otra vuelta en la cama cuando me di cuenta de que ahí sólo perdía el tiempo, y que estando tirada en la cama no iba a conseguir nada. No iba a tirar otro mes de mi vida a la basura.
Me levanté de un brinco y busqué mis pantalones por la habitación. Me había quedado tantas veces ya a dormir en casa de Ethan que ya no me importaba ir en bragas —siempre que su padre no estuviera en casa.
Los encontré tirados encima de otro montón de ropa, no sé si limpia o sucia, amontonados encima de su escritorio. La pequeña habitación de por sí ya estaba cargada por culpa de los numerosos pósters que cubrían las paredes y los muebles, pero el desorden era el culpable de que te diera la sensación de que estabas respirando aire cargado. Personalmente, su habitación era un sitio que me encantaba, excluyendo las marcas de arañazos y puñetazos en las paredes de madera hueca.
Al ver que mi amigo no daba señales de vida, me fui cerrando la puerta detrás mío.
Nada más salir a la calle, llamé a Ellen.
—¿Jane? —preguntó con modorra en la voz.
Miré el reloj.
—¿Ellen? ¿Te he despertado? —eran ya las dos de la tarde.
Escuché sus murmullos seguidos de un suspiro profundo.
—Tía, me quedé hablando con Ethan y con Jess hasta mega tarde.
Me llevé la mano a la frente. Con tanto alboroto había olvidado a mi vecina por completo.
—Hostia, Jess...
—Ethan nos acompañó a las dos a casa sobre las dos o así de la madrugada...
—Uf, lo siento...
—¿Estás bien?
—Bien —respondí rápido, evadiendo la pregunta como pude—, oye, ¿sigue en pie lo del Factor X?
Ellen se quejó con un aullido que acabó en un resoplido.
—¿Y no puedes esperar hasta septiembre? Seguro que la espera se te hace corta...
Hice una mueca.
—Por favor, si es sólo una pequeña media hora, para hacerme una idea...
—¡Pero si lo acabas viendo igualmente!
—Por favooor.
Un suspiro salió de la boca de mi amiga una vez más e hizo una larga pausa.
—¿A qué hora es?
Celebré victoriosa con el brazo. Cada año teníamos la misma conversación, y cada año ganaba yo.
—A las siete.
—Ugh, está bien. Estaré ahí a las seis y media.
Ese tipo de cosas me encantaban de mi mejor amiga. Sólo hacía las cosas grandes si se lo permitías. Posiblemente, si hubiese querido llorar durante otros cuarenta días, ella hubiese estado ahí día y noche. Pero si lo dejaba en un simple "estoy bien" no entraba más en el tema, ni me trataba de forma especial si no se lo pedía.
Llegué a casa y puse mi móvil a cargar.
Mi plan era darme un baño de tres horas y salir del agua tan sumamente arrugada, que mi cuerpo tuviera algo físicamente que arreglar, mientras mi mente expulsaba todos y cada uno de los recuerdos nuevamente mancillados por mi deducción lenta.
Agarré el altavoz y me puse la música tan alta que no se oía el agua caer en la bañera.
Me peiné el pelo y me desmaquillé con mucho cuidado, no quería que quedara absolutamente nada. Me lo estaba tomando como un autentico ritual de desintoxicación. Me miré bien en el espejo durante unos minutos. Peinado y seco, mi pelo rubio me llegaba hasta por debajo del ombligo. Siempre me había encantado mi pelo. Pero en ese momento, no era posible que lo odiara más.
Sin pensármelo dos veces, agarré unas tijeras y corté por lo sano. Corté y corté. Hasta por encima de los hombros. Antes de ver el resultado, me sumergí en el agua, aguantando la respiración todo el tiempo que mi cuerpo me permitiese. Afeité todos y cada uno de los pelos de mi cuerpo: no quería nada, nada, que él podría haber tocado, y después de eso, decidí que no me depilaría nunca más.
Sabía que todavía era una niña pequeña, que la vida me quedaba grande. Pero realmente sentía que mi pecho se hacía más grande con cada canción que cantaba con cada vez más fuerza. Tal vez fuera psicológico, pero me sentía mejor con cada minuto, como cuando las arañas reparan el vestido de novia en la película de Tim Burton, colgadas de un hilo y cantando una canción alegre; como por arte de magia. Solo que aquí no había ni arañas, ni magia. Aquí sólo estaba yo y mi mente, que cada vez era más optimista; ella era todas las arañas juntas. Y la magia imaginaria se deshizo de toda sensación de ahogo que inundaban mis pulmones llenos de algas.