San valentín a tu lado

U N O

Lydia miró una vez más la entrada del restaurante y mordió su labio inferior, preguntándose si aquello era realmente una buena idea. Nunca había sido buena en esto de las citas a ciegas, pero pasar otro 14 de febrero sola en casa no era una opción. No este año.

Cada 14 de febrero, su rutina era la misma: quedarse en casa, evitando cualquier atisbo de romance mientras odiaba, en silencio, cada detalle de un día que parecía burlarse de ella. Soñaba con haber encontrado el amor, con la posibilidad de vivir al menos una jornada sin la carga de las presiones diarias. Pero los sueños eran solo eso: ilusiones pasajeras que no tenían cabida en su realidad.

Lydia era, en el fondo, una romántica empedernida. Sin embargo, con los años, había aprendido a reprimir esa parte de sí misma. El amor, por más que lo anhelara, no parecía estar destinado para ella. Y cada vez que el 14 de febrero la sorprendía en la misma situación—sola, sin nadie que le regalara flores o le susurrara promesas al oído—, aquella certeza se clavaba más hondo en su corazón.

No hizo planes con sus amigas porque todas tenían pareja, y sabía que, aunque la invitaran a salir, en el fondo preferirían pasar ese día a solas con sus respectivos novios. No quería ser la tercera rueda ni cargar con la incómoda sensación de que estaban con ella solo por lástima. Así que, en un arranque de valentía—o quizás de desesperación—, tomó una decisión impulsiva: buscó una cita en línea.

Nunca antes lo había hecho. No porque le pareciera una mala idea, sino porque siempre pensó que el amor debía encontrarse de manera natural, como en las historias románticas que solía leer cuando todavía creía en los finales felices. Pero aquel 14 de febrero no tenía ánimos para la soledad ni para seguir esperando a que el destino hiciera su trabajo. Si quería compañía, tendría que tomar la iniciativa.

No se tomó demasiado tiempo en escoger. Apenas el primer hombre que entró a su perfil le pareció lo suficientemente decente, aceptó la propuesta sin pensarlo demasiado. No analizó su foto con detenimiento, no se preocupó por revisar su biografía ni por hacer preguntas incómodas. Se limitó a fijar un lugar y una hora, como si estuviera cerrando un trato en lugar de concertando una cita.

Tal vez era una locura, pero ¿qué podía perder? Después de todo, solo se trataba de una noche. Una distracción. Una forma de olvidar, aunque fuera por unas horas, que el amor nunca había sido para ella.

Una fracasada.

Así se definía ella misma.

A sus 25 años, Lydia seguía soltera, pero no por elección. En su momento, creyó en el amor con una devoción casi ciega, lo suficiente como para abandonar la universidad por un hombre que le prometió un futuro juntos. Un futuro que nunca llegó. Durante un año, compartió su vida con él, convencida de que había tomado la decisión correcta. Pero la ilusión se rompió de la peor manera posible: descubrió que le era infiel.

Y como si la traición no fuera suficiente, cuando él desapareció de su vida, no se fue solo. Con él se llevaron sus ahorros, cada centavo que había guardado con esfuerzo. Lo único que le dejó fue una pila de deudas y la angustia constante de no saber cómo iba a pagar el siguiente mes.

Ahora tenía dos trabajos agotadores y ninguno con un sueldo decente. Apenas lograba mantenerse a flote, atrapada en una rutina extenuante que no le daba respiro. Soñaba con algo mejor, con recuperar el tiempo perdido, pero cada día se sentía más lejos de aquella posibilidad.

El amor, ese en el que una vez creyó con todo su corazón, le había costado demasiado caro.

No, no era la vida con la que soñó. Pero tenía salud, y eso siempre intentaba verlo como algo positivo.

Tomó un sorbo de vino, dejando que el líquido recorriera su garganta con un regusto amargo que no tenía tanto que ver con la bebida, sino con la sensación de estar fuera de lugar. Su mirada vagó por el restaurante, deslizándose entre las parejas que compartían sonrisas secretas, miradas cómplices y dedos entrelazados sobre la mesa. El amor flotaba en el aire, empalagoso y ajeno, como un recordatorio de todo lo que ella no tenía.

Pero no estaba allí para lamentarse. Estaba esperando a un completo desconocido, con la esperanza de que, al menos, la foto de su perfil fuera real. Porque si frente a ella aparecía un hombre de la edad de su abuelo con intenciones de seducirla, no estaba segura de cómo reaccionaría.

Frunció el ceño y sacudió la cabeza, tratando de borrar esa imagen mental. Quizás esto había sido un error. Quizás debía levantarse, pagar su copa y salir de allí antes de que fuera demasiado tarde.

El restaurante estaba impregnado de una música suave, elegante, la típica melodía que acompañaba noches románticas. Las luces tenues creaban una atmósfera íntima, y el aroma a vino y especias flotaba en el aire. Miró su reloj y su estómago se encogió al darse cuenta de que llevaba media hora esperando.

El calor le subió a las mejillas.

¿La habían plantado?

La idea la golpeó con fuerza, como un balde de agua helada. Se removió en su asiento, sintiendo el peso de las miradas ajenas. Tal vez solo era su imaginación, pero le pareció que los meseros intercambiaban discretas miradas de compasión. Su mano se deslizó hasta la servilleta, estrujándola entre los dedos mientras su mente trataba de justificar la demora. Quizá el tráfico. Quizá un problema de última hora. Quizá…

Pero su teléfono seguía en silencio. Sin mensajes. Sin llamadas. Sin disculpas.

Tragó con dificultad y tomó un sorbo de agua para aliviar el nudo en su garganta. No podía quedarse ahí toda la noche, esperando a alguien que quizá nunca llegaría.

Trató de calmarse, asegurándose de que, seguramente, su cita estaba retrasada. Pero la ansiedad se apoderaba de ella, y la espera comenzó a sentirse interminable. Miró su teléfono una vez más, esperando que un mensaje de disculpa o una simple actualización la sacaran de ese limbo incómodo. Sin embargo, nada. El silencio digital solo empeoraba las cosas.




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