En el frío Edén, donde las hojas son blancas y la flora muere cuando los únicos seres de la fauna respiran, se discutía:
- Mira lo que nos hemos hecho, no somos más que un solo sucio y gemebundo desastre, tú has manchado tu tersa y blanca piel en un remolino de acuarela carmesí con toques de suciedad de la tierra que los pecadores pisan. Nosotros.
- Y tú, tu cabello ya no es más blanco, es iracundo lo he manchado con mi sangre, se refleja en tus ojos el desprecio hacia mí, me odias y me consideras sucia, yo a ti no, a pesar de la igualdad de condiciones.
Él la contemplaba a metro de distancia como si de la cosa más sucia y despreciable se tratase, suspiraba ahogando el aire en el pecho donde su corazón lanzaba piedras con estrépito intentando romper el cristal de su gélido órgano.
Ella permitía que su voz se quebrara en el lapso de cada palabra interceptada con el corazón hecho destellos de dolor, mientras sus ojos soltaban lágrimas como tal niño lanza monedas al pozo de los deseos, por cada lágrima derramada una súplica de perdón desesperada. Sus manos temblaban y los sentidos se le agazapaban para luego retomar fuerzas y estrellarse con la barrera de culpabilidad que los separaba.
- ¿Cuánto tiempo más nos devoraremos? - preguntó el joven con apremio y sospecha, deseando no ver a la hermosa criatura envuelta en la capa de sangre de dos amantes desesperados.
- ¿Cuánto tiempo más lo necesitaremos? - respondió contemplando montañas de altos altares donde el sol es testigo de lo que su calor no puede avivar.
- ¿Cuántas veces más me lo pedirás? - contratacó ahora aproximándose un poco más haciendo crujir blancas ramas y pálidas muertas hojas de los grandes robles que los abrigaban por largos días y desesperantes noches en las que los suspiros acompañaban a los susurros incitadores del viento.
- Hasta que dejes de resistirte y nuestras pasiones puedan unirse correspondiéndose en largos lapsos de cordura que nos permitan dejar atrás el deseo caníbal de devorar cuerpo, así finalmente podamos degustar nuestras almas - terminó esto desviando la vista al hombre de ojo carmín y ojo de hielo, que si bien es cierto significaba la destrucción y la salvación a los pecados que se cometen en la soledad compartida.
- Y qué tal si me gusta resistirme porque ese fue nuestro destino desde que la semilla de la frialdad se sembró en nosotros, que tal si sus raíces son tan profundas que no puedo desligarme de ellas - su ojo de llamas se avivó con las palabras antes pronunciadas, fueron las chipas perfectas para la declaración que cualquiera diría no haría derramar lágrimas al frío.
- Es una mentira, lo veo en tus ojos como tú los ves en los míos - haciendo pausa para enfrentar sus gélidos ojos grises como cubos de hielo frente a las dos diferentes esferas expectantes del joven. Una, un roce de la helada, otra la llama fervorosa de pasión, odio y también su oscuridad.
El joven avanzó un poco más y de sus labios hizo acopio una sonrisa que con la elasticidad de sus labios se fue ensanchando de una manera macabra decorados con el líquido metálico rojo. Sonrío como un demente, pero a la vez su sonrisa dio paso a seriedad y desprecio que acompañó con una mirada de pies a cabeza hacia la criatura de corazón también frío, ojos derrochantes de lágrimas. Porque hasta un alma fría y oscura derrama lágrimas por un dolor agónico.
Se alejó pues, marchitando todo a su paso, las flores que volvían a brotar vida iban marchitándose con cada paso que el terco hombre daba. En el edén de los corazones fríos y almas perdidas en el océano antártico de la terquedad.
Ella limpió con brusquedad las gotas que habían comenzado a adherirse a su blanca piel, su cabello largo de ondas hermosas comenzó a brillar gracias a los rayos de la luz de la luna, algunos mechones de la cabellera carecían de vida esto era por la sangre del joven que la ensuciaba.
En la pequeña cascada envolvía el agua sus curvas talladas, esculpía su pecho y corría a través de las hebras de sus cabellos. Sonreía a pesar del altercado horas antes proyectado. En las sombras se refugiaba otra criatura que observaba a la joven con ojos devoradores, castos - aún - salvajes de deseo y llenos de ira... había algo más, pero no lo reconocía y hacía crujir sus dedos porque ella aparentaba saberlo. Ella no lo sabía no había manera, se lo repetía tantas veces como fuese posible.
Tiempo incontable después.
Una onda fría le envolvió los cabellos blancos y finos ahora ya limpios, observaba el gran precipicio inhóspito mientras con sus brazos rodeaba en un abrazo sus piernas. El sonido de la naturaleza muriendo llegó a sus oídos, supo que era ella la que se aproximaba. Siempre llegaba a él a pesar del odio y la frialdad albergada en esos cuerpos y en ese paraíso donde las flores volvían a renacer, pero en cuanto la presencia de cualquiera de estas dos criaturas se hacía presente morían, moría todo lo que les rodeara excepto ellos mismos. Solo ellos dos sabían el peso de sus vidas.
Ella le extendió una roja manzana, el fruto que seguía siendo rojo a pesar de contemplarse en sus labios, el fruto del pecado el único que podían consumir.
La aceptó, no sin antes dedicarle una gélida mirada que ella devolvió, pero al abismo, no podía permitirse devolvérsela a él y era lo que más odiaba su eterno compañero, que su odio no se correspondiera como debía. El hermoso ser a su lado que, al bañarse en las más heladas aguas del edén lo hacía con una extraña prisa, como si temiera congelarse o enfermarse, como si desease tener un amplio abrigo de pieles calientes que la arrullaran por la noche.
Deseaba que el color de sus labios no solo pudiera teñirse de la escala de tonos violáceos, sino un rojo, pero lo triste era que sus labios solo podían estar rojos cuando lastimaba a su joven caballero al que ella sabía también le dolía lastimarla.