Todo el camino de regreso a casa, María trataba de juntar sus pensamientos, pero le resultaba muy difícil. Era como si se hubiera quedado sorda y ciega. No veía ni oía nada a su alrededor. Ni siquiera escuchaba el eco de sus propios pasos, porque todo quedaba devorado por el ruido en su cabeza. Sus manos temblaban, y todo su cuerpo se sacudía con pequeños estremecimientos. La tensión en su pecho, como un nudo, se apretaba más con cada paso que daba.
En casa, cerró la puerta con llave. No había nadie. Su madre estaba en el trabajo, y trabajaba todo el turno esa noche, y eso solo significaba una cosa: en casa reinaría el silencio. Ese mismo silencio en el que, por desgracia, lo que suena más fuerte son precisamente los pensamientos.
María no sabía qué hacer. Se quedó durante mucho tiempo de pie en medio de la cocina, mirando fijamente la pared. El café que había puesto en la hornilla hirvió, luego se desbordó de la cafetera, apagando la llama del gas, pero la chica ni siquiera se dio cuenta. Vagó hacia el salón, con el teléfono apretado entre las manos.
Entonces, reuniendo valor, encendió la pantalla y abrió la lista de contactos. Empezó a deslizar el dedo. Su dedo se detuvo sobre el nombre de Oleg.
Él había estado en aquella fiesta. Fue él quien la llevó a casa aquella noche, y ella no lo recordaba… Solo le venían a la mente fragmentos de aquel día: la música, el pulso retumbándole en las sienes, el champán, las chicas que se reían de su vestido, y él, Oleg — alto, con movimientos seguros —, que de repente estaba a su lado. ¿Habían bailado? ¿O había sido ella la que se le acercó aquella noche? No lograba recordar nada…
María pulsó el botón verde de llamada en el teléfono. Oleg contestó enseguida, como si hubiera estado esperando su llamada.
— Hola… Soy María, la prima de Hanna Kres, — dijo la voz de la chica, temblorosa. — Yo… ¿Recuerdas aquella fiesta… bueno… hace más o menos un mes? El cumpleaños de Hanna… Aquella vez…
— Oh, — se oyó una voz conocida, algo ronca, — ¿María Marca? ¡Ja! Así que sí existes de verdad. Pensé que eras solo un espejismo mío por el alcohol.
María apretó los dientes, porque en la voz del chico se percibía burla. Pero aun así decidió aclarar todo para sí misma, así que continuó, sin prestar atención a sus palabras llenas de desprecio.
— Tú aquella noche… tú me llevaste a casa, ¿verdad? No me estoy confundiendo, ¿o sí?
— Pues sí. Hubo que sacarte de allí cargada, ya apenas hablabas. Hanna me pidió que te llevara a casa. Tomé un taxi porque yo también había bebido de más. Y al autobús no te habrían dejado subir con esa cara, — soltó una carcajada ofensiva.
María respiró lenta y profundamente, su mano con el teléfono volvió a temblar, se sentía pesada, casi como si pesara un kilo.
— Escucha, solo quiero… preguntar… para estar segura. No recuerdo casi nada. ¿Qué pasó aquella noche… eeeh…? O sea, ¿pasó algo en absoluto? Bueno, solo quiero aclarar… ¿Si… hubo algo entre nosotros? — soltó la última frase de golpe y tomó aire.
Al otro lado de la línea se hizo un silencio. Y luego estalló una risa fuerte y cruel.
— ¡Dios mío! ¿De verdad crees que yo me acostaría contigo? ¿Te has visto a ti misma? Eres un espanto, como un monstruo. Esa mancha de nacimiento que te cubre media mejilla… ¿Me lo estás preguntando en serio?
— Es que no recuerdo nada de esa noche… — susurró ella, completamente abatida por sus palabras y por la risa burlona.
— ¡Si no pasó nada! Solo te llevé a casa, apenas podías meter la llave en la cerradura, caíste en el sofá y empezaste a roncar como un tractor. Y además, tú eres de esas chicas “todas correctas”, virgen y todo eso, ¿no? Después Hanna me lo contó. ¿O ahora estás buscando con quién pasar la noche? Mmm. Yo podría vendarme los ojos e imaginarme a una modelo de un póster famoso. Quizá entonces algo funcione entre nosotros. — Y volvió a reírse, satisfecho de su estúpida broma.
— Basta, — dijo ella en voz baja, pero firme. — Lo he entendido. No pasó nada. — Y pulsó “Colgar”.
Se quedó un momento sosteniendo el teléfono en la mano, mirándolo con repulsión, y después se le cayó de los dedos. Sus dedos temblorosos ya no querían sostener aquel objeto del que, hacía apenas un instante, se habían derramado insultos dirigidos hacia ella. ¡Y ya debería haberse acostumbrado!
Se sentó directamente en el suelo, sin secarse las lágrimas que caían a borbotones, sin intentar contener los sollozos. Por primera vez en toda aquella pesadilla, se permitió ser débil.
Sí, pensaba ella. Él se reía. Todos se reían. Toda la vida se habían reído. Por esa maldita mancha de nacimiento, por su silencio, por su rigidez y por no querer ser como los demás. Tal vez ella misma hubiera querido serlo, pero esa maldita mancha de nacimiento no la dejaba. ¡Y ahora estaba embarazada! ¿De quién? ¡Claramente no de Oleg! ¿De un sueño? ¿De un fantasma? ¿De ÉL?
María sollozó otra vez, luego apoyó la espalda contra la pared y se abrazó a sí misma por los hombros. Algo empezaba a latirle profundamente en el pecho — no sabía si era rabia o desesperación, ya no lo entendía. En su cabeza resonaban las palabras de Oleg: «¿Te has visto a ti misma?»
Sí, se había visto. Cada día se veía en el espejo. Ella era un monstruo. Era fea. Terrible. María Marca, como la llamaban todos a su alrededor. Una de sus mejillas estaba casi completamente cubierta por una mancha de nacimiento marrón sobre la piel, que no se podía ocultar con ningún cosmético. Y tampoco se podía quitar — ella lo había averiguado. Fea y repulsiva. Y embarazada… sin saber de quién...
Editado: 17.08.2025